Me extraño escribiendo. En mi estudio, entre libros, acompañada de una taza de café.
A veces, la
vida nos requiere en otro lado. Tenemos que dejar nuestra cotidianidad para
actuar el rol que corresponde. Llamada a
escena para ser hija, estar junto a mi madre. Apartarme de mi casa y reconectar
con la familia original. Observarla andar por un camino que ya conozco. Cruzar
la puerta de la enfermedad y descender al inframundo donde la muerte deambula.
No, no soy y, sin embargo, no puedo apartarme. Me toca ser columna, al tiempo
que los cirujanos alinean la suya. Esperar y desear que todo salga de la mejor
manera posible. Mi hermano está conmigo. Somos sólo los tres. Cuando la presión
es mucha, pienso en qué si tuviera un marido a su lado, él llevaría la batuta.
Pero en la historia de mi madre, los hombres han sido efímeros. La mayor parte
de su vida ha dormido sola. Guerrera incansable. Mujer acorazada que ha librado
mil batallas. Fuerte, independiente, insumisa, sin embargo, es su corazón quien
ha pagado el precio. Justo es él quien toma relevancia en este drama. Pretendió
detenerse durante la cirugía, pero no había llegado su hora. Como en una gesta
heroica, los médicos salieron triunfantes. Sólo es cuestión de esperar a que su
cuerpo reaccione. Nos sentimos agradecidos. Mi hermano y yo le hacemos la broma de que tiene más vidas
que un gato. Ha usado la cuarta.
En situaciones
como éstas, el control se ríe de nosotros. Los gastos se disparan. No
contábamos con las transfusiones y la terapia media. Llamo a mi esposo, para
comentarle mi angustia. “Si no te alcanza, yo voy y pago la cuenta”. Aunque no
fue necesario, sus palabras fueron un bálsamo. Su apoyo me dio fuerza. Pensé en
esas mujeres que dicen “no necesitar un hombre”, yo elijo sí necesitarlo.
Al salir del hospital, revivo aquella sensación cuando me entregaron a mi recién nacido para que me hiciera cargo de él. ¡Era tan frágil e indefenso y dependía totalmente de mí! La responsabilidad me abruma, pero ya no tengo veinticuatro años y ahora soy capaz de pedir ayuda. La familia llega a apoyar y yo tengo un respiro. Mi tía lleva comida, yo evoco los sabores de mi infancia. Ver a mi madre frágil me rompe los esquemas. No parece ser ella y a mí me cuesta trabajo sentir empatía. Poco a poco encontramos un nuevo ritmo. Convivimos de nuevo. ¡Hace tantos años que me fui de la casa materna! La vida me regala la oportunidad de disfrutar a mi hermano. Él era un niño de tres años cuando partí. Hoy es un hombre y yo una mujer. Nos damos fuerza uno al otro. Resolvemos juntos. Cada uno da lo que puede. Hay respeto a las limitaciones del otro, no nos exigimos. Mi madre se recupera lentamente.
Aunque tengo todas las comodidades, extraño mi casa. No estoy
acostumbrada a vivir en un departamento. He olvidado la pandemia. Salgo a la
tiendita de la esquina y me regreso por el cubre bocas. Las cifras de contagios
siguen aumentando, el fin se ve aún lejano. Aunque la ciudad está en “semáforo
naranja”, continúa la incertidumbre. Ya estamos en agosto.
Logro regresar
unos días a mi casa, lo cual me llena de alegría. Siento el calor del hogar.
Entro a mi estudio y me siento a salvo. Quizás mis libros también se alegren de
verme. Necesito reconectar con mi sensibilidad. Ser fuerte a veces nos
desconecta del corazón. Aunque en unos días tengo que volver a la ciudad, me
doy tiempo para escribir unas líneas. Lo necesito porque siento extrañeza en mi
corazón. Sin letras, no soy la misma. Me extraño escribiendo.