miércoles, 2 de diciembre de 2020

UN DÍA EN TIEMPOS DE CONFINAMIENTO

 

El ajo ya danza en el aceite de oliva. Prepararé una lasaña a la boloñesa al tiempo que mi hijo, el comunicólogo, cocina otra, vegetariana. Desde hace tres años dejé de consumir carne de res o puerco. Él es vegano, regresó con esa moda de Vancouver cuando se fue a estudiar cine. Mi hijo menor, el financiero y mi esposo, el capitán, siguen una dieta omnívora. Así que en la cocina hay  menús variados. Me gusta cocinar. Sostengo que el corazón de una casa late en la cocina. Es una forma de demostrarles mi amor. No necesito que me agradezcan, con que saboreen la comida siento su gratitud. “¿Me pasas la albahaca?” me dice mi hijo. Voy por las tijeras y corto dos ramas de la planta que tengo en una maceta de barro rosa, no sin antes pedirle permiso para hacerlo.  He fracasado en mi intento de tener un huerto, sin embargo, tengo algunas especias frescas a la mano. Mientras cocinamos, filosofamos. Nos recordamos porqué nos dedicamos a contar historias. Él se ha especializado en escribir guiones, yo escribo fantasía inspiracional. Él lo aprendió en la universidad, se graduó con honores. Yo, fui bendecida con el don de la escritura. Muchas veces ha intentado explicarme cómo se hace el arco de un personaje, me cuesta trabajo entenderle todo, aunque agradezco su buena intención. Hace muchos años que dejé la escuela. Además, la tecnología de hoy, me rebasa. La escritura para mí ha sido una fiel compañera desde mi adolescencia. Y en muchas ocasiones, me ha salvado. Sin ella, estaría atada con una camisa de fuerza. Sí, vagando en mundos fantasiosos, pero sin la lucidez de poder plasmarlos en una hoja de papel.

Los olores se mezclan. Una capa de pasta, otra de salsa de jitomate, encima el relleno. Vamos armando el platillo italiano. Aún nos quedan especias que trajimos de Roma en el verano del año pasado. Cuando se podía viajar. Ya llevamos nueve meses de pandemia. Las cifras de contagios y muertes en México suben alarmantemente. Sabemos que este confinamiento va a durar todavía un tiempo indefinido. Aunque todavía es otoño, por las tardes se siente el aire frío. Ya estamos en diciembre. La decoración navideña ya se deja ver en algunas casas del vecindario, incluida la mía. Es extraño, no he sentido la nostalgia que caracteriza esta época del año. Hoy siento una profunda Gratitud. Si este fuera el final para mí, me iría agradecida por todo lo vivido. ¿Qué agradezco? Eso es tema para otro texto. Lo que sí puedo compartir ahora es que llegar a sentir esta paz en medio del caos, fue un proceso de años. Un largo camino, que puedo voltear a ver tan sólo para reconocerlo. ¡Me alegro de haber enfrentado a mis demonios interiores! Aunque muchas veces sentí que ellos ganaban las batallas…

El horno ya está caliente. Media hora y las lasañas estarán listas.

Hoy todo es diferente. El mundo ya cambió. Es un mundo reducido. Tendremos que hacer un duelo por todo lo que no volverá. Adaptarnos como sostenía Darwin. Sobrevivir, o quizás empezar realmente a vivir: un día a la vez. Dicen los iluminados que el Presente es lo único que existe. Otra acepción para la palabra “presente” es regalo. “El regalo del presente”, eso nos ha traído esta pandemia, aunque la envoltura de la incertidumbre nos desagrade. Ahora, tenemos que encontrar el sentido, en la cotidianidad. ¿Será el sentido último el amor?

Abro el horno y los llamó a comer.

Volteó a ver el letrero de madera que está sobre la campana de la estufa y encuentro la respuesta: “Love is a kitchen full of family”.

lunes, 16 de noviembre de 2020

HONRA A NUESTRO PERRO

 

Era 2 de noviembre, las velas de la Ofrenda de Muertos todavía estaban encendidas. La muerte se lo llevó “de a poquito”, eso nos dio la oportunidad de despedirnos. En la tarde dio los primeros síntomas de que algo le dolía, cojeaba al caminar. Se le veía raro y cabizbajo. Aunque me costó trabajo encontrar un veterinario un domingo por la noche en día feriado, lo conseguí. Le inyectó algo para el dolor y dijo que al día siguiente enviaría un radiólogo para tomarle unas placas. Las imágenes mostraron un par de vértebras fusionadas, es decir una columna ya dañada por la edad. Aunque yo pude tomar las decisiones pertinentes respecto a la mascota familiar quise esperarme a que llegara mi esposo de viaje. Después de todo, él era el legítimo dueño del perro. 

Manhattan, un canino de raza San Bernardo, pelo corto nacido en Nueva York. Además de “guapo”, era noble, limpio, educado y muy tranquilo. Un fiel compañero, de esos perros que encarnan la nobleza absoluta. Era común encontrarlo deambulando por el jardín o echado tomando el sol. A raíz del encierro obligado causado por la pandemia, le pusimos más atención. Las actividades bajaron su ritmo, por lo que ahora teníamos tiempo para pasearlo. Ni siquiera necesitaba correa, caminaba al lado de quien quiera que lo sacara. Olfateaba el pasto de los lotes contiguos y si algún perro del vecindario le ladraba, sólo lo miraba y se seguía de largo. Su calma era inmutable, tal vez un reflejo de su paz interna. Lo trajimos un diciembre, aprovechando nuestras vacaciones en Chicago, donde vive uno de mis cuñados. Habiendo nacido en un criadero de Nueva York nos lo enviaron en avión a Chicago y juntos volamos a México. Vivimos en Metepec, un municipio del Estado de México, a las faldas del volcán Xinantécatl.  Un lugar muy peculiar que combina la vida rural con la urbana. El clima es frío, por lo que el perro no notó la diferencia con su natal Nueva York. Tenía tan sólo tres meses de edad. Así creció como un miembro más de la familia. Aunque me gustan los perros, no soy de las que los duermen en su cama. Así que Manhattan vivía entre la veranda techada y el jardín. Así devinieron siete años exactos.

 Conforme sucedieron los días su ánimo decaía, dejó de comer y pasaba la mayor parte del día, dormido. Su vida se apagaba como las velas de la ofrenda que se consumen poco a poco. El veterinario volvió para inyectarle un fuerte analgésico esperando que reaccionara favorablemente, pero eso no sucedió. Al tercer día ya ni siquiera se levantó. Por fin llegó mi esposo quien se aferró a la esperanza de que al día siguiente lo llevarían a sacarle unas muestras de sangre para tener un diagnóstico más acertado. “Todavía nos va a durar un rato” me dijo. Sé que necesitaba decirse esas palabras. Cada quien lidia con la muerte de la manera que puede. Algunos la niegan, otros vemos la inminencia. A las diez de la noche vomitó sangre y fue ahí cuando les dije que “se fueran despidiendo”. Al ver ese charco, fue inevitable para mí, recordar la forma en que había muerto mi padre. Aquella madrugada de octubre de hace dos años, una hemorragia interna acabaría con su vida. Alcanzó a llegar al baño cuando sintió la bocanada de sangre. Choque hipovolémico determinaron los doctores. No sé si su muerte fue instantánea, mi tía encontró su cuerpo yermo y ensangrentado. ¿Qué necesidad había de que mi mente me trajera ese recuerdo? Eso me quebró.

El veterinario acudió de nuevo a revisarlo, se negó a sacrificarlo. Lo que yo buscaba era evitarle el sufrimiento, sin embargo, mi esposo y él confiaban en que amanecería. En la madrugada sus ladridos nos despertaron, su temperatura bajaba y estaba muy inquieto. Su ladrido se convirtió en quejido. Agonizaba. Se tranquilizó después de que nos despedimos.

La vida le duró hasta el amanecer.

La ofrenda todavía está puesta. Hay una nueva fotografía con una vela encendida.
 


5 de noviembre de 2020
Metepec, México.
Durante el confinamiento.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

DISECCIÓN

 

Me gusta comparar la vida con una obra de teatro. Así puedo observar a quienes en ella actúan como personajes, incluyéndome a mí misma. 

A quienes nos gusta escribir, sabemos bien cómo crear un personaje: Tenemos que darle un nombre, imaginar su aspecto físico, temperamento, sus gestos y manías, situarlo en un contexto para después crear toda una historia a su alrededor. Quizás tomemos atributos prestados del tío gruñón de la familia o revivamos a alguien del pasado. Como quiera que sea, nos sentimos un poco dioses. Todopoderosos al diseñar su destino. Haciéndolo pasar por la emocionalidad y los dramas humanos. Y de tanto escribir, me surge la duda ¿no seré yo misma un personaje?  ¿Quién me concibió con mis atributos? Virtudes: responsable, sensible y creativa. Defectos: rencorosa, intolerante, mandona; solo por citar algunos. Quiero diseccionar mi personaje, capa por capa, conocer su entretejido. Desentrañarlo. ¿De qué está hecho? ¿A quién se le ocurrió que el abandono marcara mi vida y toda esa intrincada historia con mi padre? ¿Tenía que doler tanto? Dos operaciones de columna ¿es en serio? Ama de casa, desposada con un piloto y madre de dos hijos. Mujer, hija, hermana, sobrina, tía y amiga de alguien. Nacida en la CDMX un 26 de enero de 1969. Para mi fortuna, quien me caracterizó me dio el talento de escribir. Supongo que de lo contrario habría enloquecido.  Miro mi pluma. Se me ocurre que quizás… pueda reescribirme, hacer una mejor versión de mi misma. Recargo la pluma en el papel y me pierdo en el Mundo de la Imaginación donde habitan todos los personajes. Me busco. Quizás me encuentre leyendo bajo la sombra de un árbol o recogiendo flores de lavanda. No, no estoy en los jardines. Este mundo tiene tantos parajes… De pronto me veo cruzando un puente de madera. Sí, soy yo cargando una maleta. ¿A dónde voy? Me acerco. El personaje que soy voltea a verme y me dice:

—Ya no voy a actuar más tu vida. He renunciado.

—¿Perdón? ¿Me hablas a mí?  

—Por supuesto que te hablo a ti. Quieres escribir una mejor versión de ti misma ¿no es cierto?

—Bueno sí…era un decir.

—Honremos la palabra—me dice— la verdad estoy muy cansada de tus dramas.

Sólo en ese instante pude imaginar el peso que ha cargado.

—Si no me voy, no habrá espacio para la restauración.

—¿Cuál restauración?

Mi personaje simplemente se encoge de hombros, se da la media vuelta y sigue su camino por el puente. Al verla noto sus hombros gachos y sus pies pesados como el plomo. Se aleja al tiempo que comienzo a sentirme ligera, sin peso. Desfilan por mi mente etapas de mi vida, situaciones y experiencias.  ¿Acaso estoy muriendo? Si no soy el personaje que se ha marchado ¿quién soy en realidad? Un viento fresco me toca la cara. Comienzo a escuchar una voz que me habla dulcemente.

— Lo has olvidado, pero yo te lo diré: Eres una extensión del Amor que te creó, del cual nunca te has separado. ¡Eres puro amor!

—¿Y el personaje?

—Era una ficción. 

—No comprendo lo que está pasando. Parecía tan real.

—Ahora eres libre para ser quien siempre has sido en esencia.

 Una luz me ilumina. Los límites se desvanecen. Ya no distingo la separación

entre la obra, el teatro, el escritor, el guion y el actor.

El deseo de mi corazón se restaura… Sólo quiero personificar el Amor que soy. 


Metepec, México 

Septiembre de 2020 

Durante el confinamiento.


domingo, 16 de agosto de 2020

ME EXTRAÑO ESCRIBIENDO

Me extraño escribiendo. En mi estudio, entre libros, acompañada de una taza de café.

A veces, la vida nos requiere en otro lado. Tenemos que dejar nuestra cotidianidad para actuar el rol que corresponde.  Llamada a escena para ser hija, estar junto a mi madre. Apartarme de mi casa y reconectar con la familia original. Observarla andar por un camino que ya conozco. Cruzar la puerta de la enfermedad y descender al inframundo donde la muerte deambula. No, no soy y, sin embargo, no puedo apartarme. Me toca ser columna, al tiempo que los cirujanos alinean la suya. Esperar y desear que todo salga de la mejor manera posible. Mi hermano está conmigo. Somos sólo los tres. Cuando la presión es mucha, pienso en qué si tuviera un marido a su lado, él llevaría la batuta. Pero en la historia de mi madre, los hombres han sido efímeros. La mayor parte de su vida ha dormido sola. Guerrera incansable. Mujer acorazada que ha librado mil batallas. Fuerte, independiente, insumisa, sin embargo, es su corazón quien ha pagado el precio. Justo es él quien toma relevancia en este drama. Pretendió detenerse durante la cirugía, pero no había llegado su hora. Como en una gesta heroica, los médicos salieron triunfantes. Sólo es cuestión de esperar a que su cuerpo reaccione. Nos sentimos agradecidos. Mi hermano y yo le hacemos la broma de que tiene más vidas que un gato. Ha usado la cuarta.

En situaciones como éstas, el control se ríe de nosotros. Los gastos se disparan. No contábamos con las transfusiones y la terapia media. Llamo a mi esposo, para comentarle mi angustia. “Si no te alcanza, yo voy y pago la cuenta”. Aunque no fue necesario, sus palabras fueron un bálsamo. Su apoyo me dio fuerza. Pensé en esas mujeres que dicen “no necesitar un hombre”, yo elijo sí necesitarlo.

 Al salir del hospital, revivo aquella sensación cuando me entregaron a mi recién nacido para que me hiciera cargo de él. ¡Era tan frágil e indefenso y dependía totalmente de mí! La responsabilidad me abruma, pero ya no tengo veinticuatro años y ahora soy capaz de pedir ayuda. La familia llega a apoyar y yo tengo un respiro. Mi tía lleva comida, yo evoco los sabores de mi infancia. Ver a mi madre frágil me rompe los esquemas. No parece ser ella y a mí me cuesta trabajo sentir empatía. Poco a poco encontramos un nuevo ritmo. Convivimos de nuevo. ¡Hace tantos años que me fui de la casa materna! La vida me regala la oportunidad de disfrutar a mi hermano. Él era un niño de tres años cuando partí. Hoy es un hombre y yo una mujer. Nos damos fuerza uno al otro. Resolvemos juntos. Cada uno da lo que puede. Hay respeto a las limitaciones del otro, no nos exigimos. Mi madre se recupera lentamente. 

Aunque tengo todas las comodidades, extraño mi casa. No estoy acostumbrada a vivir en un departamento. He olvidado la pandemia. Salgo a la tiendita de la esquina y me regreso por el cubre bocas. Las cifras de contagios siguen aumentando, el fin se ve aún lejano. Aunque la ciudad está en “semáforo naranja”, continúa la incertidumbre. Ya estamos en agosto.

Logro regresar unos días a mi casa, lo cual me llena de alegría. Siento el calor del hogar. Entro a mi estudio y me siento a salvo. Quizás mis libros también se alegren de verme. Necesito reconectar con mi sensibilidad. Ser fuerte a veces nos desconecta del corazón. Aunque en unos días tengo que volver a la ciudad, me doy tiempo para escribir unas líneas. Lo necesito porque siento extrañeza en mi corazón. Sin letras, no soy la misma. Me extraño escribiendo.

lunes, 6 de julio de 2020

EL DELANTAL DE MI TÍA


Fue escombrando el closet cuándo encontré doblado en una caja, el delantal de mi tía: Azul marino, de tela a cuadros con dos bolsas y encaje blanco en el peto. Lo olí queriendo recordar su aroma, sin embargo, se había esfumado. No así los recuerdos de lo vivido a su lado. Cuando murió, le pedí a sus hijos que me dieran uno de sus delantales y es que mi tía era una experta en la cocina. Lo aprendió de su madre, mi bisabuela.

Guillermina, mejor conocida como Doña Guille era hermana de mi abuela y una figura esencial en mi infancia.

Gracias a ella y a su familia, yo no crecí tan sola. En ese tiempo yo era hija única y vivía con cinco adultos; ninguno de ellos era mi padre. El dolor por no tener papá, lo viví en silencio. Nunca me atreví a mencionarlo, por lo que jugar con mis primos, me llenaba de alegría.

Cariñosamente los apodábamos “la familia Telerín” porque seis miembros para una familia, nos parecían numerosos. Es imposible recordarme de niña sin su presencia. Los más gratos recuerdos surgen en Cuautla, Morelos. En una casa de campo, que mi abuela construyó, donde pasamos las mejores vacaciones. Mil metros de terreno, rodeados de árboles frutales y una casa pequeña de tres recámaras donde nos apretábamos todos. Fue ahí donde aprendí el significado de la palabra “itacate”; cuando íbamos a la alberca teníamos que caminar cerca de dos kilómetros. Así que una vez estando ahí, nos quedábamos todo el día disfrutando del itacate que mi tía había llevado. Actualmente cuando nos reunimos, evocar nuestras anécdotas nos llena el corazón de una feliz nostalgia.

Mi tía era una de esas mujeres a la vieja usanza. Regordeta y de nariz respingada, llevaba el pelo corto peinado con tubos y poco maquillaje. Usaba vestidos mandados a hacer ya que, debido a su grosor no era fácil encontrar su talla. Era ama de casa y se dedicaba a su familia. No manejaba, dependía de mi tío para ir a cualquier lado. Pasaba mucho tiempo en la cocina con su delantal puesto.   Guisaba en cazuelas de barro. Era un deleite probar su comida. En sus taquizas nunca faltaban arroz, frijoles, nopales cocinados en olla de cobre para conservar el color verde claro; cochinita pibil, tinga, picadillo y demás platillos típicos de la cocina mexicana. En mayo, festejaba el cumpleaños de su esposo con mole, arroz y tamales de frijol; en septiembre, preparaba pozole y pambazos; en octubre, ansiábamos la calabaza en tacha y en diciembre; el bacalao, los romeritos, el lomo al horno y los buñuelos con miel hecha en casa.

No es que a mi tía le sobrara el dinero, pero su mesa era abundante. Siempre había un lugar vacío por si alguien llegaba de improviso. Creo que ese fue su legado para mí. También me gusta cocinar y tengo una porción extra para cualquier invitado inesperado. El corazón de una casa, habita en la cocina.

La extraño mucho. Murió hace cuatro años. Le sobreviven su esposo, mi tío Francisco quien fue su inseparable compañero y sus hijos quienes han conservado la costumbre de la buena mesa. No es fácil reunirnos, pero cuando lo conseguimos, nos vemos con mucho cariño y yo salgo con itacate.

He leído por ahí que honrar a las mujeres de la familia es importante. A través de su linaje, la vida me llegó. Sean estas palabras una honra a mi tía abuela de quien aprendí que el amor también se cocina en cazuela de barro y a fuego lento.


Metepec, México
Julio 2020

UN RETIRO OBLIGADO


Aquel personaje estaba exhausto. El vestuario le había empezado a incomodar tiempo atrás y, sin embargo, había resistido.
Habiendo representado tantas veces el mismo papel, había olvidado quién era. Cuando se miraba al espejo, su reflejo era lánguido, casi fantasmal. Le faltaba el aliento, apenas y podía respirar. Al salir del teatro arrastraba los pies, con los hombros gachos parecía una sombra que se perdía en el callejón de la Calle 8.

Esa noche había decidido no volver. Llegó a su minúsculo apartamento. Quiso servirse una taza de leche caliente, pero el olor putrefacto que emanaba del envase, le hizo saber que estaba echada a perder. Se encogió de hombros y miró a su alrededor.  Hubiera querido limpiar un poco, pero su cansancio era tal que se tumbó en el polvoriento sofá. “Si tan sólo tuviera tiempo” pensó antes de quedarse dormido.

Las noticias comenzaron a llegar de todas partes del mundo. El mismo escenario se repetía tanto en las grandes urbes como en los asentamientos más pequeños. Una epidemia del otro lado del mundo, se volvía pandemia. Se extendía como una sombra incontrolable. Los gobiernos se vieron forzados a tomar decisiones extremas. La orden para la población era: “Permanezcan en sus casas”. Un confinamiento total. Un retiro obligado. Lo nunca antes visto en tiempos modernos. Los lugares que normalmente lucían abarrotados, estaban desiertos. Incredulidad, miedo y asombro fueron las primeras reacciones. El paisaje urbano comenzó a cambiar. Negocios cerrados, calles vacías, el transporte restringido, uno que otro transeúnte desorientado y una extraña incertidumbre. Mientras los hospitales se abarrotaban y el personal médico hacía esfuerzos sobrehumanos para responder a la emergencia.

Cuando Félix despertó el mundo era otro. Aunque hubiera querido regresar al teatro, ya no habría público. “Vaya, vaya ¡qué coincidencia!” Espetó.

Aquel día en el que la primavera apenas entraba, se sintió motivado a limpiar su refugio. Comenzó por la sala y el comedor, después ordenó su recámara incluyendo su armario. Aprovechó para sacar la roja vieja que ya no usaba. Apartó una caja con fotografías que ordenaría más tarde. Dejó la cochambrosa cocina para otro momento y ni qué decir del baño cuyas paredes estaban enmohecidas. Salió a comprar algo de comer. Cruzó la calle y vio la florería cerrada, las flores marchitas se asomaban por los ventanales. Sólo encontró un pequeño local abierto. El emparedado que consiguió fue suficiente. Estaba acostumbrado a mal comer.  

Conforme pasaron los días, arregló y ordenó todo lo que estaba fuera de su lugar. ¿Qué más podría hacer en aquel encierro?
Cuando hubo terminado, se sentó satisfecho en el sofá ahora recién lavado desde donde miró el ventanal corredizo que daba al reducido y abandonado balcón. El óxido del riel impedía abrirlo. Su desidia por arreglarlo había sido tal que ni recordaba la maravillosa vista que tenía desde ahí: Los edificios adyacentes, aunque antiguos, estaban bien conservados. Al fondo, una glorieta repleta de jacarandas daba color a la calle. Recientemente unas bancas habían sido donadas; por lo que no era extraño ver gente sentada leyendo el periódico o bebiendo café. Nunca faltaban transeúntes paseando a sus perros o caminando en pareja. La alcaldía estaba haciendo un buen trabajo en la conservación de la zona.

Después de aceitar y ajustar el perfil de herrería, el ventanal cedió. Una mesita y dos sillas desvencijadas junto con cuatro macetas resquebrajadas y llenas de hierbajos, fueron el reflejo de su propio olvido. “Creo que necesito comprar unas plantas”. Caviló.
 No pudo evitar recordar los campos de lavanda de su niñez, una imagen casi sepultada en sus memorias, y a su exmujer a quien le gustaban las orquídeas. Sonrió torciendo la boca. “No toda mi vida fue tan patética”.
Fue por la caja que guardaba no sólo fotografías, sino remembranzas de su vida. Conforme miró las imágenes, inevitablemente sus emociones fueron removidas. Y aunque era un experto en reprimirlas, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta y otro en el estómago.  Le faltaba el aire, por un instante creyó que moriría asfixiado. “Tardarían días en darse cuenta, hasta que mi cuerpo putrefacto alertara a los vecinos”. Dedujo casi con horror. 

Esta vez no tenía a dónde huir, ya no había un escenario para actuar, ni maquillaje para cubrirse, ni luces ni aplausos.
¡Se encontraba solo, consigo mismo!  Se miró al espejo.  Su compañía le parecía insoportable.
Cayó de rodillas, su dolor resquebrajaba sus falsedades. Con el rostro bañado por las lágrimas, oró de la manera que pudo: “Tiene que haber otra manera, así ya no”.  El cansancio lo venció. Durmió profundamente como el niño que se sabe a salvo.

Los rayos del sol no sólo lo despertaron, sino que le trajeron una nueva oportunidad. Una insólita paz lo envolvió. No, no se sintió feliz, sin embargo, sintió calma. Los oscuros pensamientos que lo habían estado atormentando habían desaparecido. Abrió la ventana e inspiró profundamente. Percibió el latido de su corazón. No había juicios, ni arrepentimientos, sólo el deseo genuino de vivir sin máscaras.

Encendió el televisor, las autoridades habían extendido el confinamiento. Félix dio un respiro profundo; la paz recién descubierta no le podía ser arrebatada.

Conforme pasaron los días, el hombre aprendió a estar consigo mismo. A veces regresaban a su mente imágenes del pasado queriendo torturarlo, entonces sacudía la cabeza. Estaba decidido a no desperdiciar el tiempo perdiéndose en la espesura de los “hubiera”.  Si algo le había enseñado el encierro era a vivir un día a la vez.

Ahora tenía tiempo de sobra para escuchar la música clásica que tanto le gustaba. Desempolvó varios libros que no había terminado de leer. El gusto por la lectura lo había adquirido de su abuelo.  “Un libro es el regalo perfecto para toda ocasión” solía decir el viejo. Sonrió al evocar su cariño. También recordó su olvidado gusto por cocinar. Tenía que mejorar sus hábitos alimenticios. Se fue al supermercado a comprar todos los insumos, no sin antes ponerse un cubrebocas y gel antibacterial en las manos. Era la nueva indicación de las autoridades para contener el brote de contagios.

Le encantaba la pasta. El olor del ajo danzando en el aceite de oliva, le despertaba los sentidos. La variedad de pastas y salsas, le permitía cocinar diversos platillos que acompañaba con una copa de vino. Las ensaladas eran el complemento perfecto. Su preferida era la que llevaba lechuga, espinacas, queso de cabra, nueces picadas, arándanos, un poco de ajonjolí y el aderezo casero “receta de la familia”.

Quizás lo que más disfrutó fue componer la mesa y las sillas del balcón. Pulió y barnizó la madera. El arreglo le llevó varios días, aunque había perdido la noción del tiempo que parecía haberse congelado. Ya no importaban ni la hora ni el día. Al terminar se sintió contento, ahora tenía un lugar acogedor donde pasar las tardes.

Una noche, se sentó frente a la computadora para revisar sus estados bancarios, aunque no era rico, sí era precavido. Sus ahorros le permitirían no preocuparse por la cuestión económica mientras durara la contingencia. Además, todo era incierto. No podía hacer planes.  Las noticias eran contradictorias, las cifras de contagios y decesos aumentaban todos los días. La preocupación por la crisis sanitaria, era sólo el comienzo; la crisis económica sería inevitable. Ya se hablaba de millones de desempleos, empresas en bancarrota; aunado a los interminables conflictos que ya asolaban a las sociedades. El mundo conocido se colapsaba.

 A pesar de lo desolador del panorama, sentía curiosidad por el gran cambio que podría gestarse.  Era un idealista, muchas veces había soñado con un mundo mejor, más justo y bondadoso. ¿Sería este suceso el que lo detonaría?

No todos los días veía los noticieros. La sobreexposición a las malas noticias, lo desanimaba. Prefería salir al balcón a tomarse un café mientras leía el último libro de Cortázar. Cuando levantó la mirada para tomar un sorbo de la taza, reparó en el edificio de enfrente cuya fachada antigua debía datar de un siglo. Observó las ventanas y los balcones que como el suyo tendrían una historia que contar. ¿Cómo la estarían pasando sus vecinos? ¿por qué de repente le interesaba la vida de unos desconocidos? Félix se levantó y fue a buscar su teléfono. Tenía mucho tiempo de no llamar a su hermano. Charlaron durante largo rato. Prometieron reunirse en cuanto terminara el encierro.

A la mañana siguiente, el hombre recibió un correo informándole que el teatro sería cerraría definitivamente. Recibiría su último cheque a la brevedad posible. La tristeza que sintió al principio, rápidamente se convirtió en una profunda gratitud por todo lo que el teatro le había dado. Pensó en sus compañeros, en todas las obras en las que había participado, en el público que los ovacionaba al bajar el telón; en los personajes que le habían ayudado a sobrellevar su vida. Comprendía que un gran ciclo se cerraba. Ese día lo pasó enviando mensajes a sus colegas, agradeciendo la oportunidad de haber trabajado juntos y animándolos a seguir adelante.   

Poco a poco la paz que sentía Félix se fue acompañando de una incipiente alegría. Era curioso que mientras el mundo de afuera se derrumbaba, él reconstruía su mundo interno. Se miró al espejo, su figura ya no lucía fantasmal. Había ganado un par de kilos que le favorecían y la palidez de su piel, había cambiado a un tono sonrosado. Había dejado crecer su bigote, el cual arreglaba con esmero. Le gustaba la renovada imagen que el espejo le devolvía cada mañana.

La primavera cedía su paso al verano. Las primeras lluvias ya se dejaban sentir. Nadie sabía cuándo terminaría el confinamiento, ni cuál sería el balance total de contagios y decesos. Calcular los daños a nivel mundial, era todavía prematuro. Lo que sí era evidente; el mundo ya no era el mismo.

Félix no tenía idea de cómo sería su vida después de la pandemia, sin embargo, estaba dispuesto a permitir que la incertidumbre que reinaba, se convirtiera en fe.


jueves, 21 de mayo de 2020

COMPLICIDAD


Volví a verlo después de treinta y dos años. No había cambiado mucho, quizás su pelo ahora estaba totalmente encanecido. Conversamos durante horas bebiendo café. La charla fue fluida tratando de ponernos al día. Fue inevitable evocar los recuerdos de cuando estábamos juntos. Fue el quien me introdujo a la literatura. Aquel libro de Khalil Gibran tocó mi alma adolescente. Además, era un tanto filósofo, decía cosas que en ese tiempo yo no entendía, pero me caía bien. Era simpático y amable. Fue un padrastro decoroso. Cuando se casó con mi madre puse mis esperanzas en que juntos formaríamos una familia. De esa unión nació mi querido hermano. El matrimonio fue breve. Recuerdo el día en que él no llegó a dormir y después de eso mi madre simplemente lo echó de la casa y de nuestras vidas. La tarde que regresó por sus cosas, estábamos solamente mi hermano y yo. Me pidió perdón por no cumplir su promesa y se despidió de su hijo quien dormía en una cuna. 
No volví a verlo hasta esa tarde lluviosa. El destino había hecho que viviéramos en la misma localidad. El reencuentro con su hijo había ocurrido poco antes. Se conocieron, platicaron y bebieron tequila. Intentaron llevar una relación, pero es complicado. En cambio, para mí fue muy fácil conectar con él emocionalmente. Extrañamente no le guardaba ningún resentimiento. Por el contrario, fue como si hubiera recuperado algo muy amado que creí perdido. Sé que a él pasó lo mismo. Nuestros primeros encuentros fueron para comentar la situación entre él y mi hermano. Yo tenía la misma historia con mi propio padre, a quien también reencontré después de veinte años. Podía entender y sentir por lo que estaban pasando y le brinde mi consejo. Pero como la vida no es un cuento de hadas, la reconciliación entre ellos ha tenido sus altibajos. Después de entrometerme durante un tiempo, me di cuenta de que sólo ellos podrían reducir o no la distancia emocional. No era asunto mío.
Lo he vuelto a ver un par de veces, ya no tocamos el tema de mi hermano. Simplemente charlamos como dos buenos amigos. Disfruto mucho su compañía. Le cuento sobre mis proyectos literarios. Él dice que quiere escribir su biografía incluyendo uno que otro pirata. Y aunque no soy experta, con gusto le comparto mi experiencia en este camino de la escritura.
Nadie sabe de nuestra complicidad. Lo que tenemos él y yo es especial. Una vez nos cuestionamos porque teníamos este vínculo; no era lógico siguiendo la historia de separación y abandono, sin embargo, no encontramos la respuesta.
No hace falta.


viernes, 27 de marzo de 2020

ELEGIR EL AMOR




¿Quién diría que algo tan pequeño como un virus detendría el frenético ajetreo de la humanidad? Una pandemia se ha extendido por el globo terráqueo y la mayoría de los países, avalados por las Organización Mundial de la Salud han tomado medidas de confinamiento. Mantenerse en casa es lo recomendado.

Todo empezó como una crisis de salud, sin embargo, ahora hay una crisis económica y financiera sin precedentes y de consecuencias aún incalculables. Las estructuras del sistema que conocemos se tambalean. Surgen el miedo y la incertidumbre. Los lugares que cotidianamente lucen abarrotados como la Plaza de San Pedro, Times Square, La Plaza Roja o cualquier otro sitio emblemático, hoy están desiertos como una escena de película de ciencia ficción. Estamos siendo testigos de lo inimaginable. Realmente está ocurriendo.

Ante este panorama, ¿qué queremos elegir? ¿el amor o el miedo? Quizás ésta sea la extraordinaria oportunidad para reordenar el mundo. Todos hemos soñado alguna vez, con un lugar más bello, bondadoso y justo para vivir. ¿Se imaginan esta hermosa Tierra con una humanidad sensibilizada, obrando por el bien común? Cuidando unos de los otros, incluida la Naturaleza y los animales. 

Una nueva conciencia podría despertar para darnos cuenta de que el cambio ya no puede esperar. Ya pasamos demasiado tiempo perdidos en los laberintos del poder, la división, el juicio, la avaricia, el egoísmo, la violencia, la venganza y la guerra. Basta con leer los libros de Historia para percatarnos de lo poco que hemos entendido realmente. 
Seguimos repitiendo los mismos comportamientos egóticos una y otra vez a través de los siglos. 
¿Qué pasaría si pudiéramos ver al coronavirus como “el gran maestro” que nos viene a enseñar las lecciones que no hemos querido aprender? ¿Podría el mundo despertar a partir de esta crisis?

Tal vez sea tiempo de reinventarnos a partir de la Creatividad y proponer nuevas instituciones, sistemas y forma de organización. Crear un cambio que nos involucre a todos, aportando nuestros talentos.

Ahora que “el hacer del mundo” se ha frenado, es momento de volver a lo esencial. Contactar con el Ser.  Reflexionar sobre lo que han sido nuestras vidas y los valores que nos han sustentado. El caos emocional podría aparecer, sin embargo, dejar fluir las emociones es liberador, para después dar paso al perdón, porque seguramente todos tenemos algo que lamentar. Un “lo siento” es suficiente. Un cambio de intención es un buen comienzo.
La situación global que se vive actualmente por el coronavirus, es también una ocasión excepcional para volver a lo esencial y elegir el Amor.