lunes, 6 de julio de 2020

UN RETIRO OBLIGADO


Aquel personaje estaba exhausto. El vestuario le había empezado a incomodar tiempo atrás y, sin embargo, había resistido.
Habiendo representado tantas veces el mismo papel, había olvidado quién era. Cuando se miraba al espejo, su reflejo era lánguido, casi fantasmal. Le faltaba el aliento, apenas y podía respirar. Al salir del teatro arrastraba los pies, con los hombros gachos parecía una sombra que se perdía en el callejón de la Calle 8.

Esa noche había decidido no volver. Llegó a su minúsculo apartamento. Quiso servirse una taza de leche caliente, pero el olor putrefacto que emanaba del envase, le hizo saber que estaba echada a perder. Se encogió de hombros y miró a su alrededor.  Hubiera querido limpiar un poco, pero su cansancio era tal que se tumbó en el polvoriento sofá. “Si tan sólo tuviera tiempo” pensó antes de quedarse dormido.

Las noticias comenzaron a llegar de todas partes del mundo. El mismo escenario se repetía tanto en las grandes urbes como en los asentamientos más pequeños. Una epidemia del otro lado del mundo, se volvía pandemia. Se extendía como una sombra incontrolable. Los gobiernos se vieron forzados a tomar decisiones extremas. La orden para la población era: “Permanezcan en sus casas”. Un confinamiento total. Un retiro obligado. Lo nunca antes visto en tiempos modernos. Los lugares que normalmente lucían abarrotados, estaban desiertos. Incredulidad, miedo y asombro fueron las primeras reacciones. El paisaje urbano comenzó a cambiar. Negocios cerrados, calles vacías, el transporte restringido, uno que otro transeúnte desorientado y una extraña incertidumbre. Mientras los hospitales se abarrotaban y el personal médico hacía esfuerzos sobrehumanos para responder a la emergencia.

Cuando Félix despertó el mundo era otro. Aunque hubiera querido regresar al teatro, ya no habría público. “Vaya, vaya ¡qué coincidencia!” Espetó.

Aquel día en el que la primavera apenas entraba, se sintió motivado a limpiar su refugio. Comenzó por la sala y el comedor, después ordenó su recámara incluyendo su armario. Aprovechó para sacar la roja vieja que ya no usaba. Apartó una caja con fotografías que ordenaría más tarde. Dejó la cochambrosa cocina para otro momento y ni qué decir del baño cuyas paredes estaban enmohecidas. Salió a comprar algo de comer. Cruzó la calle y vio la florería cerrada, las flores marchitas se asomaban por los ventanales. Sólo encontró un pequeño local abierto. El emparedado que consiguió fue suficiente. Estaba acostumbrado a mal comer.  

Conforme pasaron los días, arregló y ordenó todo lo que estaba fuera de su lugar. ¿Qué más podría hacer en aquel encierro?
Cuando hubo terminado, se sentó satisfecho en el sofá ahora recién lavado desde donde miró el ventanal corredizo que daba al reducido y abandonado balcón. El óxido del riel impedía abrirlo. Su desidia por arreglarlo había sido tal que ni recordaba la maravillosa vista que tenía desde ahí: Los edificios adyacentes, aunque antiguos, estaban bien conservados. Al fondo, una glorieta repleta de jacarandas daba color a la calle. Recientemente unas bancas habían sido donadas; por lo que no era extraño ver gente sentada leyendo el periódico o bebiendo café. Nunca faltaban transeúntes paseando a sus perros o caminando en pareja. La alcaldía estaba haciendo un buen trabajo en la conservación de la zona.

Después de aceitar y ajustar el perfil de herrería, el ventanal cedió. Una mesita y dos sillas desvencijadas junto con cuatro macetas resquebrajadas y llenas de hierbajos, fueron el reflejo de su propio olvido. “Creo que necesito comprar unas plantas”. Caviló.
 No pudo evitar recordar los campos de lavanda de su niñez, una imagen casi sepultada en sus memorias, y a su exmujer a quien le gustaban las orquídeas. Sonrió torciendo la boca. “No toda mi vida fue tan patética”.
Fue por la caja que guardaba no sólo fotografías, sino remembranzas de su vida. Conforme miró las imágenes, inevitablemente sus emociones fueron removidas. Y aunque era un experto en reprimirlas, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta y otro en el estómago.  Le faltaba el aire, por un instante creyó que moriría asfixiado. “Tardarían días en darse cuenta, hasta que mi cuerpo putrefacto alertara a los vecinos”. Dedujo casi con horror. 

Esta vez no tenía a dónde huir, ya no había un escenario para actuar, ni maquillaje para cubrirse, ni luces ni aplausos.
¡Se encontraba solo, consigo mismo!  Se miró al espejo.  Su compañía le parecía insoportable.
Cayó de rodillas, su dolor resquebrajaba sus falsedades. Con el rostro bañado por las lágrimas, oró de la manera que pudo: “Tiene que haber otra manera, así ya no”.  El cansancio lo venció. Durmió profundamente como el niño que se sabe a salvo.

Los rayos del sol no sólo lo despertaron, sino que le trajeron una nueva oportunidad. Una insólita paz lo envolvió. No, no se sintió feliz, sin embargo, sintió calma. Los oscuros pensamientos que lo habían estado atormentando habían desaparecido. Abrió la ventana e inspiró profundamente. Percibió el latido de su corazón. No había juicios, ni arrepentimientos, sólo el deseo genuino de vivir sin máscaras.

Encendió el televisor, las autoridades habían extendido el confinamiento. Félix dio un respiro profundo; la paz recién descubierta no le podía ser arrebatada.

Conforme pasaron los días, el hombre aprendió a estar consigo mismo. A veces regresaban a su mente imágenes del pasado queriendo torturarlo, entonces sacudía la cabeza. Estaba decidido a no desperdiciar el tiempo perdiéndose en la espesura de los “hubiera”.  Si algo le había enseñado el encierro era a vivir un día a la vez.

Ahora tenía tiempo de sobra para escuchar la música clásica que tanto le gustaba. Desempolvó varios libros que no había terminado de leer. El gusto por la lectura lo había adquirido de su abuelo.  “Un libro es el regalo perfecto para toda ocasión” solía decir el viejo. Sonrió al evocar su cariño. También recordó su olvidado gusto por cocinar. Tenía que mejorar sus hábitos alimenticios. Se fue al supermercado a comprar todos los insumos, no sin antes ponerse un cubrebocas y gel antibacterial en las manos. Era la nueva indicación de las autoridades para contener el brote de contagios.

Le encantaba la pasta. El olor del ajo danzando en el aceite de oliva, le despertaba los sentidos. La variedad de pastas y salsas, le permitía cocinar diversos platillos que acompañaba con una copa de vino. Las ensaladas eran el complemento perfecto. Su preferida era la que llevaba lechuga, espinacas, queso de cabra, nueces picadas, arándanos, un poco de ajonjolí y el aderezo casero “receta de la familia”.

Quizás lo que más disfrutó fue componer la mesa y las sillas del balcón. Pulió y barnizó la madera. El arreglo le llevó varios días, aunque había perdido la noción del tiempo que parecía haberse congelado. Ya no importaban ni la hora ni el día. Al terminar se sintió contento, ahora tenía un lugar acogedor donde pasar las tardes.

Una noche, se sentó frente a la computadora para revisar sus estados bancarios, aunque no era rico, sí era precavido. Sus ahorros le permitirían no preocuparse por la cuestión económica mientras durara la contingencia. Además, todo era incierto. No podía hacer planes.  Las noticias eran contradictorias, las cifras de contagios y decesos aumentaban todos los días. La preocupación por la crisis sanitaria, era sólo el comienzo; la crisis económica sería inevitable. Ya se hablaba de millones de desempleos, empresas en bancarrota; aunado a los interminables conflictos que ya asolaban a las sociedades. El mundo conocido se colapsaba.

 A pesar de lo desolador del panorama, sentía curiosidad por el gran cambio que podría gestarse.  Era un idealista, muchas veces había soñado con un mundo mejor, más justo y bondadoso. ¿Sería este suceso el que lo detonaría?

No todos los días veía los noticieros. La sobreexposición a las malas noticias, lo desanimaba. Prefería salir al balcón a tomarse un café mientras leía el último libro de Cortázar. Cuando levantó la mirada para tomar un sorbo de la taza, reparó en el edificio de enfrente cuya fachada antigua debía datar de un siglo. Observó las ventanas y los balcones que como el suyo tendrían una historia que contar. ¿Cómo la estarían pasando sus vecinos? ¿por qué de repente le interesaba la vida de unos desconocidos? Félix se levantó y fue a buscar su teléfono. Tenía mucho tiempo de no llamar a su hermano. Charlaron durante largo rato. Prometieron reunirse en cuanto terminara el encierro.

A la mañana siguiente, el hombre recibió un correo informándole que el teatro sería cerraría definitivamente. Recibiría su último cheque a la brevedad posible. La tristeza que sintió al principio, rápidamente se convirtió en una profunda gratitud por todo lo que el teatro le había dado. Pensó en sus compañeros, en todas las obras en las que había participado, en el público que los ovacionaba al bajar el telón; en los personajes que le habían ayudado a sobrellevar su vida. Comprendía que un gran ciclo se cerraba. Ese día lo pasó enviando mensajes a sus colegas, agradeciendo la oportunidad de haber trabajado juntos y animándolos a seguir adelante.   

Poco a poco la paz que sentía Félix se fue acompañando de una incipiente alegría. Era curioso que mientras el mundo de afuera se derrumbaba, él reconstruía su mundo interno. Se miró al espejo, su figura ya no lucía fantasmal. Había ganado un par de kilos que le favorecían y la palidez de su piel, había cambiado a un tono sonrosado. Había dejado crecer su bigote, el cual arreglaba con esmero. Le gustaba la renovada imagen que el espejo le devolvía cada mañana.

La primavera cedía su paso al verano. Las primeras lluvias ya se dejaban sentir. Nadie sabía cuándo terminaría el confinamiento, ni cuál sería el balance total de contagios y decesos. Calcular los daños a nivel mundial, era todavía prematuro. Lo que sí era evidente; el mundo ya no era el mismo.

Félix no tenía idea de cómo sería su vida después de la pandemia, sin embargo, estaba dispuesto a permitir que la incertidumbre que reinaba, se convirtiera en fe.


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