Fue escombrando el
closet cuándo encontré doblado en una caja, el delantal de mi tía: Azul marino,
de tela a cuadros con dos bolsas y encaje blanco en el peto. Lo olí
queriendo recordar su aroma, sin embargo, se había esfumado. No así los
recuerdos de lo vivido a su lado. Cuando murió, le pedí a sus hijos que me
dieran uno de sus delantales y es que mi tía era una experta en la cocina. Lo
aprendió de su madre, mi bisabuela.
Guillermina, mejor conocida como Doña Guille era hermana de mi abuela y una figura esencial en mi infancia.
Gracias a ella y a su
familia, yo no crecí tan sola. En ese tiempo yo era hija única y vivía con
cinco adultos; ninguno de ellos era mi padre. El dolor por no tener papá, lo
viví en silencio. Nunca me atreví a mencionarlo, por lo que jugar con mis
primos, me llenaba de alegría.
Cariñosamente los
apodábamos “la familia Telerín” porque seis miembros para una familia, nos
parecían numerosos. Es imposible recordarme de niña sin su presencia. Los más
gratos recuerdos surgen en Cuautla, Morelos. En una casa de campo, que mi
abuela construyó, donde pasamos las mejores vacaciones. Mil metros de terreno,
rodeados de árboles frutales y una casa pequeña de tres recámaras donde nos
apretábamos todos. Fue ahí donde aprendí el significado de la palabra “itacate”;
cuando íbamos a la alberca teníamos que caminar cerca de dos kilómetros. Así
que una vez estando ahí, nos quedábamos todo el día disfrutando del itacate que
mi tía había llevado. Actualmente cuando nos reunimos, evocar nuestras
anécdotas nos llena el corazón de una feliz nostalgia.
Mi tía era una de
esas mujeres a la vieja usanza. Regordeta y de nariz respingada, llevaba el pelo
corto peinado con tubos y poco maquillaje. Usaba vestidos mandados a hacer ya
que, debido a su grosor no era fácil encontrar su talla. Era ama de casa y se
dedicaba a su familia. No manejaba, dependía de mi tío para ir a cualquier
lado. Pasaba mucho tiempo en la cocina con su delantal puesto. Guisaba en cazuelas de barro. Era un deleite
probar su comida. En sus taquizas nunca faltaban arroz, frijoles, nopales
cocinados en olla de cobre para conservar el color verde claro; cochinita
pibil, tinga, picadillo y demás platillos típicos de la cocina mexicana. En
mayo, festejaba el cumpleaños de su esposo con mole, arroz y tamales de frijol;
en septiembre, preparaba pozole y pambazos; en octubre, ansiábamos la calabaza
en tacha y en diciembre; el bacalao, los romeritos, el lomo al horno y los
buñuelos con miel hecha en casa.
No es que a mi tía le
sobrara el dinero, pero su mesa era abundante. Siempre había un lugar vacío por
si alguien llegaba de improviso. Creo que ese fue su legado para mí. También me
gusta cocinar y tengo una porción extra para cualquier invitado inesperado. El
corazón de una casa, habita en la cocina.
La extraño mucho.
Murió hace cuatro años. Le sobreviven su esposo, mi tío Francisco quien fue su
inseparable compañero y sus hijos quienes han conservado la costumbre de la
buena mesa. No es fácil reunirnos, pero cuando lo conseguimos, nos vemos con
mucho cariño y yo salgo con itacate.
He leído por ahí que
honrar a las mujeres de la familia es importante. A través de su linaje, la
vida me llegó. Sean estas palabras una honra a mi tía abuela de quien aprendí
que el amor también se cocina en cazuela de barro y a fuego lento.
Metepec, México
Julio 2020
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