lunes, 16 de noviembre de 2020

HONRA A NUESTRO PERRO

 

Era 2 de noviembre, las velas de la Ofrenda de Muertos todavía estaban encendidas. La muerte se lo llevó “de a poquito”, eso nos dio la oportunidad de despedirnos. En la tarde dio los primeros síntomas de que algo le dolía, cojeaba al caminar. Se le veía raro y cabizbajo. Aunque me costó trabajo encontrar un veterinario un domingo por la noche en día feriado, lo conseguí. Le inyectó algo para el dolor y dijo que al día siguiente enviaría un radiólogo para tomarle unas placas. Las imágenes mostraron un par de vértebras fusionadas, es decir una columna ya dañada por la edad. Aunque yo pude tomar las decisiones pertinentes respecto a la mascota familiar quise esperarme a que llegara mi esposo de viaje. Después de todo, él era el legítimo dueño del perro. 

Manhattan, un canino de raza San Bernardo, pelo corto nacido en Nueva York. Además de “guapo”, era noble, limpio, educado y muy tranquilo. Un fiel compañero, de esos perros que encarnan la nobleza absoluta. Era común encontrarlo deambulando por el jardín o echado tomando el sol. A raíz del encierro obligado causado por la pandemia, le pusimos más atención. Las actividades bajaron su ritmo, por lo que ahora teníamos tiempo para pasearlo. Ni siquiera necesitaba correa, caminaba al lado de quien quiera que lo sacara. Olfateaba el pasto de los lotes contiguos y si algún perro del vecindario le ladraba, sólo lo miraba y se seguía de largo. Su calma era inmutable, tal vez un reflejo de su paz interna. Lo trajimos un diciembre, aprovechando nuestras vacaciones en Chicago, donde vive uno de mis cuñados. Habiendo nacido en un criadero de Nueva York nos lo enviaron en avión a Chicago y juntos volamos a México. Vivimos en Metepec, un municipio del Estado de México, a las faldas del volcán Xinantécatl.  Un lugar muy peculiar que combina la vida rural con la urbana. El clima es frío, por lo que el perro no notó la diferencia con su natal Nueva York. Tenía tan sólo tres meses de edad. Así creció como un miembro más de la familia. Aunque me gustan los perros, no soy de las que los duermen en su cama. Así que Manhattan vivía entre la veranda techada y el jardín. Así devinieron siete años exactos.

 Conforme sucedieron los días su ánimo decaía, dejó de comer y pasaba la mayor parte del día, dormido. Su vida se apagaba como las velas de la ofrenda que se consumen poco a poco. El veterinario volvió para inyectarle un fuerte analgésico esperando que reaccionara favorablemente, pero eso no sucedió. Al tercer día ya ni siquiera se levantó. Por fin llegó mi esposo quien se aferró a la esperanza de que al día siguiente lo llevarían a sacarle unas muestras de sangre para tener un diagnóstico más acertado. “Todavía nos va a durar un rato” me dijo. Sé que necesitaba decirse esas palabras. Cada quien lidia con la muerte de la manera que puede. Algunos la niegan, otros vemos la inminencia. A las diez de la noche vomitó sangre y fue ahí cuando les dije que “se fueran despidiendo”. Al ver ese charco, fue inevitable para mí, recordar la forma en que había muerto mi padre. Aquella madrugada de octubre de hace dos años, una hemorragia interna acabaría con su vida. Alcanzó a llegar al baño cuando sintió la bocanada de sangre. Choque hipovolémico determinaron los doctores. No sé si su muerte fue instantánea, mi tía encontró su cuerpo yermo y ensangrentado. ¿Qué necesidad había de que mi mente me trajera ese recuerdo? Eso me quebró.

El veterinario acudió de nuevo a revisarlo, se negó a sacrificarlo. Lo que yo buscaba era evitarle el sufrimiento, sin embargo, mi esposo y él confiaban en que amanecería. En la madrugada sus ladridos nos despertaron, su temperatura bajaba y estaba muy inquieto. Su ladrido se convirtió en quejido. Agonizaba. Se tranquilizó después de que nos despedimos.

La vida le duró hasta el amanecer.

La ofrenda todavía está puesta. Hay una nueva fotografía con una vela encendida.
 


5 de noviembre de 2020
Metepec, México.
Durante el confinamiento.

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