Era 2 de noviembre, las velas de la Ofrenda de Muertos
todavía estaban encendidas. La muerte se lo llevó “de a poquito”, eso nos dio
la oportunidad de despedirnos. En la tarde dio los primeros síntomas de que
algo le dolía, cojeaba al caminar. Se le veía raro y cabizbajo. Aunque me costó
trabajo encontrar un veterinario un domingo por la noche en día feriado, lo
conseguí. Le inyectó algo para el dolor y dijo que al día siguiente enviaría un
radiólogo para tomarle unas placas. Las imágenes mostraron un par de vértebras
fusionadas, es decir una columna ya dañada por la edad. Aunque yo pude tomar
las decisiones pertinentes respecto a la mascota familiar quise esperarme a que
llegara mi esposo de viaje. Después de todo, él era el legítimo dueño del
perro.
Manhattan, un canino de raza San Bernardo, pelo corto nacido en Nueva
York. Además de “guapo”, era noble, limpio, educado y muy tranquilo. Un fiel
compañero, de esos perros que encarnan la nobleza absoluta. Era común
encontrarlo deambulando por el jardín o echado tomando el sol. A raíz del
encierro obligado causado por la pandemia, le pusimos más atención. Las
actividades bajaron su ritmo, por lo que ahora teníamos tiempo para pasearlo.
Ni siquiera necesitaba correa, caminaba al lado de quien quiera que lo sacara.
Olfateaba el pasto de los lotes contiguos y si algún perro del vecindario le
ladraba, sólo lo miraba y se seguía de largo. Su calma era inmutable, tal vez
un reflejo de su paz interna. Lo trajimos un diciembre, aprovechando nuestras
vacaciones en Chicago, donde vive uno de mis cuñados. Habiendo nacido en un
criadero de Nueva York nos lo enviaron en avión a Chicago y juntos volamos a
México. Vivimos en Metepec, un municipio del Estado de México, a las faldas del
volcán Xinantécatl. Un lugar muy
peculiar que combina la vida rural con la urbana. El clima es frío, por lo que
el perro no notó la diferencia con su natal Nueva York. Tenía tan sólo tres
meses de edad. Así creció como un miembro más de la familia. Aunque me gustan
los perros, no soy de las que los duermen en su cama. Así que Manhattan vivía
entre la veranda techada y el jardín. Así devinieron siete años exactos.
Conforme sucedieron los días su ánimo decaía, dejó de comer y pasaba la mayor
parte del día, dormido. Su vida se apagaba como las velas de la ofrenda que se
consumen poco a poco. El veterinario volvió para inyectarle un fuerte
analgésico esperando que reaccionara favorablemente, pero eso no sucedió. Al
tercer día ya ni siquiera se levantó. Por fin llegó mi esposo quien se aferró a
la esperanza de que al día siguiente lo llevarían a sacarle unas muestras de
sangre para tener un diagnóstico más acertado. “Todavía nos va a durar un rato”
me dijo. Sé que necesitaba decirse esas palabras. Cada quien lidia con la
muerte de la manera que puede. Algunos la niegan, otros vemos la inminencia. A
las diez de la noche vomitó sangre y fue ahí cuando les dije que “se fueran
despidiendo”. Al ver ese charco, fue inevitable para mí, recordar la forma en
que había muerto mi padre. Aquella madrugada de octubre de hace dos años, una
hemorragia interna acabaría con su vida. Alcanzó a llegar al baño cuando sintió
la bocanada de sangre. Choque hipovolémico determinaron los doctores. No sé si
su muerte fue instantánea, mi tía encontró su cuerpo yermo y ensangrentado.
¿Qué necesidad había de que mi mente me trajera ese recuerdo? Eso me quebró.
El veterinario acudió de nuevo a revisarlo, se negó a
sacrificarlo. Lo que yo buscaba era evitarle el sufrimiento, sin embargo, mi
esposo y él confiaban en que amanecería. En la madrugada sus ladridos nos
despertaron, su temperatura bajaba y estaba muy inquieto. Su ladrido se
convirtió en quejido. Agonizaba. Se tranquilizó después de que nos despedimos.
La vida le duró hasta el amanecer.
La ofrenda todavía está puesta. Hay una nueva fotografía con
una vela encendida.
5 de noviembre de 2020
Metepec, México.
Durante el confinamiento.
Metepec, México.
Durante el confinamiento.
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