El ajo ya danza en el aceite de
oliva. Prepararé una lasaña a la boloñesa al tiempo que mi hijo, el
comunicólogo, cocina otra, vegetariana. Desde hace tres años dejé de consumir
carne de res o puerco. Él es vegano, regresó con esa moda de Vancouver cuando
se fue a estudiar cine. Mi hijo menor, el financiero y mi esposo, el capitán,
siguen una dieta omnívora. Así que en la cocina hay menús variados. Me gusta cocinar. Sostengo que
el corazón de una casa late en la cocina. Es una forma de demostrarles mi amor.
No necesito que me agradezcan, con que saboreen la comida siento su gratitud. “¿Me
pasas la albahaca?” me dice mi hijo. Voy por las tijeras y corto dos ramas de
la planta que tengo en una maceta de barro rosa, no sin antes pedirle permiso
para hacerlo. He fracasado en mi intento
de tener un huerto, sin embargo, tengo algunas especias frescas a la mano. Mientras
cocinamos, filosofamos. Nos recordamos porqué nos dedicamos a contar historias.
Él se ha especializado en escribir guiones, yo escribo fantasía inspiracional.
Él lo aprendió en la universidad, se graduó con honores. Yo, fui bendecida con
el don de la escritura. Muchas veces ha intentado explicarme cómo se hace el
arco de un personaje, me cuesta trabajo entenderle todo, aunque agradezco su
buena intención. Hace muchos años que dejé la escuela. Además, la tecnología de
hoy, me rebasa. La escritura para mí ha sido una fiel compañera desde mi
adolescencia. Y en muchas ocasiones, me ha salvado. Sin ella, estaría atada con
una camisa de fuerza. Sí, vagando en mundos fantasiosos, pero sin la lucidez de
poder plasmarlos en una hoja de papel.
Los olores se mezclan. Una capa
de pasta, otra de salsa de jitomate, encima el relleno. Vamos armando el
platillo italiano. Aún nos quedan especias que trajimos de Roma en el verano
del año pasado. Cuando se podía viajar. Ya llevamos nueve meses de pandemia. Las
cifras de contagios y muertes en México suben alarmantemente. Sabemos que este
confinamiento va a durar todavía un tiempo indefinido. Aunque todavía es otoño,
por las tardes se siente el aire frío. Ya estamos en diciembre. La decoración
navideña ya se deja ver en algunas casas del vecindario, incluida la mía. Es
extraño, no he sentido la nostalgia que caracteriza esta época del año. Hoy
siento una profunda Gratitud. Si este fuera el final para mí, me iría agradecida
por todo lo vivido. ¿Qué agradezco? Eso es tema para otro texto. Lo que sí
puedo compartir ahora es que llegar a sentir esta paz en medio del caos, fue un
proceso de años. Un largo camino, que puedo voltear a ver tan sólo para reconocerlo.
¡Me alegro de haber enfrentado a mis demonios interiores! Aunque muchas veces
sentí que ellos ganaban las batallas…
El horno ya está caliente. Media
hora y las lasañas estarán listas.
Hoy todo es diferente. El mundo ya
cambió. Es un mundo reducido. Tendremos que hacer un duelo por todo lo que no
volverá. Adaptarnos como sostenía Darwin. Sobrevivir, o quizás empezar realmente
a vivir: un día a la vez. Dicen los iluminados que el Presente es lo único que
existe. Otra acepción para la palabra “presente” es regalo. “El regalo del
presente”, eso nos ha traído esta pandemia, aunque la envoltura de la
incertidumbre nos desagrade. Ahora, tenemos que encontrar el sentido, en la
cotidianidad. ¿Será el sentido último el amor?
Abro el horno y los llamó a
comer.
Volteó a ver el letrero de madera
que está sobre la campana de la estufa y encuentro la respuesta: “Love is a
kitchen full of family”.
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