Los aretes aperlados completaron el atuendo. Me miré en
el espejo y sonreí. Me acomodé el dije que me obsequiaste. “Vos sos una diosa” me habías dicho.
Llegué al Centro de Convenciones donde darías la ponencia.
Apareciste en el escenario. Pantalones caqui, mocasines avellana y camisa
floreada con los tres primeros botones abiertos. Tu pecho, espeso y encanecido
se asomaba. Antes de que mi imaginación pudiera volar, me descubriste entre el
público. Me pediste que me sentara en la primera fila. No hubo tiempo de más.
El presentador resumió tu impresionante trayectoria.
“Los afectos están para ser sentidos, no para ser
pensados”… Fue tu frase de apertura. Vaya que eres bueno con el verbo. Los
asistentes, la mayoría público femenino, te escuchaban sin parpadear; pero yo
ya no estaba ahí, sino en aquella cabaña donde nos habíamos entregado, al ritmo
del crepitar del fuego. Todavía me pregunto ¿Cómo conseguiste afectarme? ¿Convencerme
de romper mis estrictas reglas? Tu propuesta, potencialmente erótica, me
revistió la piel de deseo. Me abrace a tu delirio en aquella aventura fugaz.
Tu voz rasposa con acento extranjero me devolvió al
salón. Narrabas con maestría, la historia de Dioniso, el dios griego del vino y
del éxtasis. Yo fui tu Ariadna. Encarnamos el mito y luego, te eché de mi vida
porque eras un fuego tan ardiente que terminaría por consumirlo todo.
Vino la sesión de preguntas y respuestas. ¿Cuántas de las
asistentes habíamos sido tus alumnas seducidas? ¡Qué ganas de levantar la mano
y que respondieras mi dilema ético! No, no era mi intención ridiculizarte.
Aunque sólo fui un número más en tu lista de conquista, no estaba ofendida sino
agradecida. Había ido a decírtelo, pero no podía correr el riesgo de sentirte
cerca. Una palabra tuya hubiera bastado para arrebatarme, una vez más, la
razón.
Antes de que terminaran los aplausos, desaparecí entre la
multitud.
Imagen creada con Copilot