Ella era una mujer tan especial y
única. Tan inalcanzable. Se encontraba en la cima de su vida perfecta. Cuando
la conocí era toda una diosa Hera, devota de su Zeus, pero yo sabía qué en el
fondo de su alma, latía el deseo ardiente de convertirse en otra diosa.
Su erotismo se había manifestado
a temprana edad, incomprendida y juzgada lo había mandado al inframundo, donde
yo habitaba. Un día tropecé con su deseo apagado, aún estaba vivo. Lo tomé
entre mis manos y soplé para avivarlo. Tenía que entregárselo, era suyo, le
pertenecía. Lo necesitaba para ser una mujer completa.
¿Cómo
lograría que Hera bajara de su Olimpo?
Me vestí de sabio y poeta. Al
menos, obtuve su atención. Cuando lancé mi propuesta potencialmente erótica, no
creí que penetrara en su psique, pero algo en ella, se derrumbó. Después me
diría que “mi mirada la salvó”. Dejó sus ropajes de Hera y se extravió en el
bosque donde yo la esperaba. Subió a mi carruaje y la llevé a mis confines.
Bebió del vino de la transgresión que le ofrecí. Se desnudó, ya era otra. Se
embriagó de su deseo. Se volvió furtiva. En su cuerpo, escribimos una nueva
historia.
La llamé “Ariadna”.
Hubiera querido que se quedara
más tiempo, pero casi salió corriendo. “¿Huyes de mí?” Alcancé a preguntarle. “Debo
volver” me respondió. La miré alejarse con el hilo rojo atado a su muñeca. Sin
duda encontraría el camino de regreso.
Volvió al Olimpo. Se atavió de
Hera nuevamente, pero ya no era la misma. Nadie sale del inframundo sin
llevarse una joya.
Me alegra haberla seducido. Hoy la miro lejana y más bella que
nunca.
Tan mujer y tan diosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario