(VERSIÓN ACTUALIZADA)
Después de haber cocinado de mala gana el desayuno, Mariana se preparó lo único que le provocaba un efímero placer: Su café americano hecho en prensa francesa. Subió con desgano las escaleras. Cuando notó un extraño baúl de cuero rojizo con dos broches de metal a cada lado y unas correas maltrechas, dejó la taza de café sobre la mesilla que adornaba su recámara. “¡Otro trique más!” exclamó entornando los ojos y asumiendo que había sido adquirido por su esposo sin consultarla. Parecía muy antiguo, aunque bien conservado. Con curiosidad abrió los broches para hurgar en su interior. Había algunos ropajes y telas de diversos colores y texturas, además de algunos objetos que la hicieron creer que más bien se trataba de disfraces. Un amarillento y descarapelado papel apareció entre las telas. Tenía escrita en tinta negra, una frase:
“Para usarlos, es necesario que
primero empaques tu desgastado disfraz de madre.”
Mariana se miró al espejo, sólo para encontrar
el rostro de una mujer ojerosa, sin brillo en la mirada y con las líneas de
expresión acentuadas en la comisura de los labios y en el entrecejo. Unas
lágrimas escaparon de sus ojos marrones, los cuales evocaban las hojas
terracota del otoño. El mensaje era
breve, aunque contundente. Había pasado
demasiado tiempo encarnando el rol de madre. Efectivamente, ahora le pesaba
como un disfraz que ya no podía quitarse. Lo había intentado, sin embargo,
parecía llevarlo adherido a la piel. “¿Cómo dejar de ser la protagonista en la
vida de mis hijos?” se había preguntado tiempo atrás sin obtener la respuesta.
Se desnudó y observó su cuerpo de mujer con
las huellas de la maternidad en su vientre y en sus senos. Para nada era perfecto, sin embargo, había
una belleza en sus curvas y pliegues. Se quedó así un largo rato. Cuando sintió
frío buscó en el baúl y se puso lo que parecía un disfraz de amazona: Falda corta,
peto largo, unas sandalias que se ataban a las pantorrillas y un par de flechas
con un arco. Se recogió el cabello en
una coleta. Aquel traje le ajustaba bien. Empezó a recordar todos los planes
que puso en pausa debido a la maternidad. Tal vez era tiempo de rescatar sus
talentos e iniciarse en algún arte. Una luz de esperanza brilló en su
atribulado corazón.
Después
encontró una túnica morada, una capa y un sombrero que también se probó. Se
desató el cabello. Lo que parecía una varita mágica completaba el atuendo de
una bruja. Divertida, la agitó conjurando: “Abracadabra”. Acto seguido sintió
un calor que emanaba desde su pecho. Su sabiduría interna despertaba de su
letargo. De pronto tuvo la comprensión de que ya no tenía sentido querer cuidar
lo que no necesitaba ser cuidado. Sus tres hijos ahora eran jóvenes
adolescentes que más bien requerían la fuerza de lo masculino para enfrentarse
al mundo. Tuvo la visión de que su amor podía volverse sofocante y
paradójicamente le haría daño a quienes más amaba. Miró en retrospectiva los
años que había dedicado a sus hijos. ¡No lo había hecho nada mal!
Había
llegado el momento de dar unos pasos atrás para no estorbar el despliegue de
sus incipientes alas.
Su
atención se fijó en las telas rojas que quedaban en el baúl. Era un vestido
rojo semitransparente de velos con brillantes lentejuelas. Cuando se lo puso se
sintió tan sensual que comenzó a bailar y a cantar. ¡No podía parar! Una risa
curativa salió de lo profundo de su alma. Una energía creativa y vibrante le
recorrió el cuerpo… ¡Había magia en aquellos atuendos!
Al
fondo del baúl encontró otro mensaje:
“Puedes
volver a vestirte de madre y sentirte deprimida el tiempo que quieras.”
—¡No,
ya tuve suficiente! — dijo en voz alta.
Juntó
sus manos acercándolas al corazón y haciendo una pequeña reverencia susurró:
—Hijos
míos tienen mi bendición.
Ahora sus lágrimas eran de gozo por haber cumplido la sagrada encomienda de la maternidad. Era tiempo de mirarse a sí misma. Sus sueños la esperaban del otro lado del arco iris.
Pronto partiría.
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