Hace un año amanecía en París. Era el anhelo de mi
corazón, regresar a la ciudad luz. Era la tercera vez que pisaba suelo francés.
La primera, fui como la típica turista. Tenía solamente
quince años. La segunda, fue en el 2013 cuando acompañé a mi querida amiga,
Andrea a visitar a su hermana que radica en Andrésy, un curioso poblado a las
afueras de la ciudad. En aquella ocasión, conmovida hasta las lágrimas, pude
sentir frente a un cuadro de Vincent Van Gogh la vibración que conecta a todos
los artistas que han estado en París. Algo mágico debía tener ese lugar que
atraía a creadores de todas las corrientes y las épocas. El cuadro colgaba de
un murete del Museo d´Orsay, una antigua estación de tren con su emblemático
reloj que desde la fachada mira al río Sena.
Mi tercer
viaje tenía una intención diferente. Era un reencuentro con la magnífica Torre
Eiffel. Un símbolo que resuena profundamente en mi interior. ¿Qué cómo lo sé? Lo
descubrí, un día, entre las líneas de mi diario.
Los psicólogos dicen que “proyectamos” en las personas
nuestra sombra. Es decir, vemos afuera lo que no podemos ver dentro de nosotros
mismos. Así, el otro nos sirve de espejo. La mayoría de las veces las
proyecciones son negativas. Por ejemplo: Si critico ferozmente a un mentiroso,
es porque probablemente yo también lo soy, pero no lo quiero asumir. El punto
es que me di cuenta de que yo proyectaba algo en la torre construida por Gustavo
Eiffel en 1889.
¿Proyectarme en un objeto era posible? Y si era cierto,
¿qué era “eso” que el emblemático monumento me reflejaba?
“Soberanía”, fue la respuesta. Ahí estaba ella, tan digna
y tan dueña de sí misma. Tenía que sentirla en cada poro de mi piel. Los cinco
días que duró nuestra estancia en París, la fui a ver diariamente. Si de día
era hermosa, de noche resplandecía como ama y señora de la ciudad.
Podría haberme quedado ahí, admirándola para siempre,
pero todo viaje tiene su final. Me despedí de ella, agradecida y con la promesa
interior de ser dueña y soberana de mí misma. La llevaría siempre en mi
corazón.
El recuerdo de aquel viaje aún alegra mi alma y es,
además consuelo en el ahora. La Vida nos sorprendió con giro brutal. Llevo tres meses a cargo de mi madre, quien
sufrió un derrame cerebral con graves secuelas. Y aunque no está viviendo en mi
casa, tengo la responsabilidad de facilitarle todo lo que requiera para su
mejor estar. Su vida se derrumbó de un día para otro. En el instante en que un
coágulo se alojó donde no debía, privando de oxígeno a la parte del cerebro
encargado del habla y la deglución. Desde entonces vivimos en un duelo extraño.
Ya no es la que fue. Esa guerrera independiente a la que no se le atoraba nada.
Ahora está viviendo el otro extremo de la polaridad. Cien por ciento
dependiente, necesitando cuidados de veinticuatro horas.
He llenado
páginas y páginas con palabras que me ayuden a entender y aceptar esta nueva
faceta en nuestras vidas. He comparado lo que pasó con una explosión, un
naufragio, una tormenta, un desierto árido, entre otros paisajes. Las metáforas
no me alcanzan para expresar esta conmoción que nos mandó al fondo del
laberinto.
¿Crisis de Fe? Por supuesto, pero no por creer y dejar de
hacerlo, sino por no creer. Las narrativas que escucho en otros miembros de la
familia no me hacen ningún sentido. “Es la voluntad de Dios”, “Dios sabe porqué
hace las cosas” “El Señor va a obrar un milagro” y ese tipo de frases trilladas
que yo, sí me cuestiono. No me imagino a Dios frente a un tablero jugando con
los destinos de los seres humanos.
Entonces tomo la pluma e indago:
¿Qué
me pasa a mí con esta situación, ahora ineludible, que me altera, incomoda,
afecta, sacude, cimbra, que me trastoca hasta lo más íntimo de mi ser?
Quiero llegar al fondo. Deambular en
los confines del significado y el sentido hasta encontrar las repuestas. Y poco
a poco, como una fotografía, se revela el sentido oculto en el cuarto oscuro de
mi alma.
Para
que una imagen se imprima, primero hay una impronta lumínica. Todo proceso
oscuro fue primero, tocado por la luz. El proceso de revelado es la luz
recordándose a sí misma.
Me
pregunto si todas las tragedias tienen el sentido profundo de volvernos
místicos.
Ya
el Misticismo rozaba el dintel de mi alma, el año pasado en el mismo viaje.
Después de París fuimos a Grecia. El barco navegaba por el mar Egeo. Hizo
escala en la isla rocosa de Patmos donde Juan, el apóstol de Jesús fue exiliado
por el emperador romano, Domiciano. Se
cuenta que fue en una cueva, ahora convertida en monasterio, donde Juan recibió
la Revelación del Apocalipsis.
Un
año después, tengo mi Epifanía.
Yo,
la indevota, fui transfigurada como Jesús en el Tabor. Tocada por el Misterio
de la Luz que resplandeció como un rayo fulminante. Por un instante, dejé de
ser humana para recordarme etérea. Después volví a ser de carne, sin embargo, la
luz ya había dejado su huella. Ya no soy la que cuestiona. Como Teresa, fui
herida con la flecha de la Fe. Convertida en llama viva y ardiente alumbraré el
camino que nos toca recorrer porque:
“Todo se pasa. Dios no se muda. La Paciencia
todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.
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