miércoles, 17 de septiembre de 2025

LA INDEVOTA

 

Hace un año amanecía en París. Era el anhelo de mi corazón, regresar a la ciudad luz. Era la tercera vez que pisaba suelo francés.

La primera, fui como la típica turista. Tenía solamente quince años. La segunda, fue en el 2013 cuando acompañé a mi querida amiga, Andrea a visitar a su hermana que radica en Andrésy, un curioso poblado a las afueras de la ciudad. En aquella ocasión, conmovida hasta las lágrimas, pude sentir frente a un cuadro de Vincent Van Gogh la vibración que conecta a todos los artistas que han estado en París. Algo mágico debía tener ese lugar que atraía a creadores de todas las corrientes y las épocas. El cuadro colgaba de un murete del Museo d´Orsay, una antigua estación de tren con su emblemático reloj que desde la fachada mira al río Sena.

         Mi tercer viaje tenía una intención diferente. Era un reencuentro con la magnífica Torre Eiffel. Un símbolo que resuena profundamente en mi interior. ¿Qué cómo lo sé? Lo descubrí, un día, entre las líneas de mi diario.

Los psicólogos dicen que “proyectamos” en las personas nuestra sombra. Es decir, vemos afuera lo que no podemos ver dentro de nosotros mismos. Así, el otro nos sirve de espejo. La mayoría de las veces las proyecciones son negativas. Por ejemplo: Si critico ferozmente a un mentiroso, es porque probablemente yo también lo soy, pero no lo quiero asumir. El punto es que me di cuenta de que yo proyectaba algo en la torre construida por Gustavo Eiffel en 1889.

¿Proyectarme en un objeto era posible? Y si era cierto, ¿qué era “eso” que el emblemático monumento me reflejaba?

“Soberanía”, fue la respuesta. Ahí estaba ella, tan digna y tan dueña de sí misma. Tenía que sentirla en cada poro de mi piel. Los cinco días que duró nuestra estancia en París, la fui a ver diariamente. Si de día era hermosa, de noche resplandecía como ama y señora de la ciudad.

Podría haberme quedado ahí, admirándola para siempre, pero todo viaje tiene su final. Me despedí de ella, agradecida y con la promesa interior de ser dueña y soberana de mí misma. La llevaría siempre en mi corazón.

El recuerdo de aquel viaje aún alegra mi alma y es, además consuelo en el ahora. La Vida nos sorprendió con giro brutal.  Llevo tres meses a cargo de mi madre, quien sufrió un derrame cerebral con graves secuelas. Y aunque no está viviendo en mi casa, tengo la responsabilidad de facilitarle todo lo que requiera para su mejor estar. Su vida se derrumbó de un día para otro. En el instante en que un coágulo se alojó donde no debía, privando de oxígeno a la parte del cerebro encargado del habla y la deglución. Desde entonces vivimos en un duelo extraño. Ya no es la que fue. Esa guerrera independiente a la que no se le atoraba nada. Ahora está viviendo el otro extremo de la polaridad. Cien por ciento dependiente, necesitando cuidados de veinticuatro horas.

         He llenado páginas y páginas con palabras que me ayuden a entender y aceptar esta nueva faceta en nuestras vidas. He comparado lo que pasó con una explosión, un naufragio, una tormenta, un desierto árido, entre otros paisajes. Las metáforas no me alcanzan para expresar esta conmoción que nos mandó al fondo del laberinto.

¿Crisis de Fe? Por supuesto, pero no por creer y dejar de hacerlo, sino por no creer. Las narrativas que escucho en otros miembros de la familia no me hacen ningún sentido. “Es la voluntad de Dios”, “Dios sabe porqué hace las cosas” “El Señor va a obrar un milagro” y ese tipo de frases trilladas que yo, sí me cuestiono. No me imagino a Dios frente a un tablero jugando con los destinos de los seres humanos.

Entonces tomo la pluma e indago:

¿Qué me pasa a mí con esta situación, ahora ineludible, que me altera, incomoda, afecta, sacude, cimbra, que me trastoca hasta lo más íntimo de mi ser?

         Quiero llegar al fondo. Deambular en los confines del significado y el sentido hasta encontrar las repuestas. Y poco a poco, como una fotografía, se revela el sentido oculto en el cuarto oscuro de mi alma.

         Para que una imagen se imprima, primero hay una impronta lumínica. Todo proceso oscuro fue primero, tocado por la luz. El proceso de revelado es la luz recordándose a sí misma.

Me pregunto si todas las tragedias tienen el sentido profundo de volvernos místicos.

Ya el Misticismo rozaba el dintel de mi alma, el año pasado en el mismo viaje. Después de París fuimos a Grecia. El barco navegaba por el mar Egeo. Hizo escala en la isla rocosa de Patmos donde Juan, el apóstol de Jesús fue exiliado por el emperador romano, Domiciano.  Se cuenta que fue en una cueva, ahora convertida en monasterio, donde Juan recibió la Revelación del Apocalipsis.

Un año después, tengo mi Epifanía.

Yo, la indevota, fui transfigurada como Jesús en el Tabor. Tocada por el Misterio de la Luz que resplandeció como un rayo fulminante. Por un instante, dejé de ser humana para recordarme etérea. Después volví a ser de carne, sin embargo, la luz ya había dejado su huella. Ya no soy la que cuestiona. Como Teresa, fui herida con la flecha de la Fe. Convertida en llama viva y ardiente alumbraré el camino que nos toca recorrer porque:

 “Todo se pasa. Dios no se muda. La Paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.

 

                                                   Imagen creada por Copilot

 

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