Me encontraba en aquel
laberinto, una vez más mi necedad me había metido en él y aunque era un lugar
conocido, cada vez me mostraba nuevos recovecos y puertas sin salida. Me sentía
tan cansada, como si la fuerza vital me estuviese abandonando; entré a la parte
más oscura, las paredes olían a humedad y el frío calaba los huesos. Lo único
que había eran espejos rotos, de todas formas, colores y tamaños. El ambiente
estaba enrarecido, se escuchaban risas grotescas y los reflejos estaban distorsionados,
por donde quiera que miraba sólo había espejos rotos. El aire comenzó a
faltarme. Giré y giré hasta caer rendida pues si seguía mirando enloquecería. Cuando abrí los ojos, tuve la visión más
hermosa:
Caminaba descalza, vestida con
una túnica semi-transparente, mi pelo suelto era acariciado por el viento, subí
los escalones aterciopelados que se postraron ante mí y encontré un espejo que
parecía llamarme, era un llamado del corazón. Me acerqué y el latido de mi
corazón se aceleró como si aquel objeto tuviera un poder mágico, lo tomé por el
mango y asomé mi rostro, vi una copa, un cáliz que centelló y luego desapareció
y después quedé extasiada cuando apareció el divino rostro de mi amado Jeshua,
era la mirada más amorosa y la sonrisa más compasiva que jamás había visto. Era
el rostro humano de Dios que me miraba. Su infinita mirada me reconocía como una
parte de su Creación, al tiempo que me reafirmaba como niña, doncella y mujer para
que no volviera a buscar una mirada en el mundo exterior. Cada célula de mi
cuerpo se regocijó. Sus ojos me devolvieron algo. Su mirada me sanó. Me sentí
contenida, amada y mirada por siempre. Y entonces me habló: “Deja que mi
Voluntad te encuentre, ya no te resistas, has llegado a la Zona de Milagros”.
Volví a mí pero ya era
otra. Fui tocada en el corazón por el misterio crístico y eso era algo que
nadie podría arrebatarme. Desde aquel día en el laberinto, todo cambió, mi
mirada finita se hizo infinita y ya no miré más espejos rotos porque ahí estaba
Él, en los espejos de los otros, restaurándolos como un escultor restaura su
obra amada. Y entonces me convertí en
una sierva, como María dije “Sí” y en mi
reino hubo Paz.
Mi pluma se conmovió y
la tinta se tiñó de misticismo y mi escritura se hizo plegaria.
Amén.
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