martes, 26 de noviembre de 2013

AQUEL DÍA EN EL LABERINTO


Me encontraba en aquel laberinto, una vez más mi necedad me había metido en él y aunque era un lugar conocido, cada vez me mostraba nuevos recovecos y puertas sin salida. Me sentía tan cansada, como si la fuerza vital me estuviese abandonando; entré a la parte más oscura, las paredes olían a humedad y el frío calaba los huesos. Lo único que había eran espejos rotos, de todas formas, colores y tamaños. El ambiente estaba enrarecido, se escuchaban risas grotescas y los reflejos estaban distorsionados, por donde quiera que miraba sólo había espejos rotos. El aire comenzó a faltarme. Giré y giré hasta caer rendida pues si seguía mirando enloquecería.  Cuando abrí los ojos, tuve la visión más hermosa:
Caminaba descalza, vestida con una túnica semi-transparente, mi pelo suelto era acariciado por el viento, subí los escalones aterciopelados que se postraron ante mí y encontré un espejo que parecía llamarme, era un llamado del corazón. Me acerqué y el latido de mi corazón se aceleró como si aquel objeto tuviera un poder mágico, lo tomé por el mango y asomé mi rostro, vi una copa, un cáliz que centelló y luego desapareció y después quedé extasiada cuando apareció el divino rostro de mi amado Jeshua, era la mirada más amorosa y la sonrisa más compasiva que jamás había visto. Era el rostro humano de Dios que me miraba. Su infinita mirada me reconocía como una parte de su Creación, al tiempo que me reafirmaba como niña, doncella y mujer para que no volviera a buscar una mirada en el mundo exterior. Cada célula de mi cuerpo se regocijó. Sus ojos me devolvieron algo. Su mirada me sanó. Me sentí contenida, amada y mirada por siempre. Y entonces me habló: “Deja que mi Voluntad te encuentre, ya no te resistas, has llegado a la Zona de Milagros”.

Volví a mí pero ya era otra. Fui tocada en el corazón por el misterio crístico y eso era algo que nadie podría arrebatarme. Desde aquel día en el laberinto, todo cambió, mi mirada finita se hizo infinita y ya no miré más espejos rotos porque ahí estaba Él, en los espejos de los otros, restaurándolos como un escultor restaura su obra amada. Y entonces me convertí  en una sierva, como María dije “Sí” y  en mi reino hubo Paz.

Mi pluma se conmovió y la tinta se tiñó de misticismo y mi escritura se hizo plegaria. 


 Amén.

 

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