Aquella mujer llegó
herida, sus heridas amenazaban con matarla en vida. Sus sueños se habían
resquebrajado, sus ilusiones estaban rotas, el dolor que sentía le entumía el
alma. Una ira avasalladora la había cubierto ante la pérdida. Lo que tanto
amaba le fue arrebatado inesperadamente. Lo que fuera que hubiera perdido, era
para ella profundamente significativo.
Se refugió en una manada
de lobos y se relamió las heridas en las noches de luna llena. En el silencio
se escuchaba su llanto mientras el viento le susurraba: “Esto también pasará”.
El tiempo se retiró para hacer menos larga su agonía.
Pudieron pasar días,
meses o años. Poco a poco y al ritmo de la naturaleza, la mujer comenzó a
sanar. Recobró su fuerza y sus instintos. Con el enojo y el dolor aminorados,
comenzó a escuchar un llamado. No sabía hacia dónde se dirigiría, pero eso no
importaba, lo esencial era partir. Si se quedaba más tiempo del necesario,
corría el riesgo de quedar atrapada en su historia.
Ante su inminente partida, los
lobos aullaron para ella, pero más que aullidos se escuchaba un canto, un canto
del alma. Fue entonces cuando se supo cíclica, creadora y eterna. Tomó su
intuición para llevarla con ella y cuando estuvo lista, se marchó agradecida.
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