Ella tuvo la bendita gracia de ser madre. En su vientre anidó la Vida. Se sintió tan abrumada la primera vez que tuvo que cuidar a un recién nacido, sin embargo, el instinto materno acudió en su ayuda. Así cumplió con la encomienda de criar a sus hijos. Los vio crecer. Se volvió maestra, chofer, cocinera, enfermera, compañera de juegos. Leyó cuentos, vio películas, hizo pasteles de cumpleaños, envolvió regalos, forró útiles escolares, asistió a festivales y fiestas. Agotada, por las noches los acompañaba a dormir. Los días se hicieron años.
Ya
no eran tan pequeños, sin embargo, todavía la necesitaban en los arrebatos de
la adolescencia. Ahora el desvelo era por la parranda. Ella conoció a la
primera “novia”. Se le arrugó el corazón.
Un día al voltear la mirada, se dio cuenta de
que ellos habían crecido. ¡Qué gran satisfacción! Esos hijos eran como los
frutos maduros de un árbol robusto o como los pájaros de alas crecidas listos
para dejar el nido. ¡Oh no! Ahora tenía que hacerse a un lado. Abrir un espacio
para que ellos desplegaran su independencia. Los recuerdos de su propio vuelo
se arremolinaron en su pecho. No entendía el dolor que sentía. Nadie le
advirtió.
Ella
se sintió desplazada. Lloró en la soledad de su nido vacío hasta que se hizo
ovillo y volvió a gestarse a sí misma. Era tiempo de resignificar el amor de
madre, de no volverse tóxica queriendo cuidar lo que ya no necesitaba ser
cuidado. Era tiempo de entregárselos a la Vida y confiar.
Ella
sacó su lista de anhelos no cumplidos; hizo una maleta y se fue de viaje. Se
enamoró de sí misma.
Ellos
volvieron. Las visitas eran efímeras y cada vez más esporádicas. Ella
disfrutaba esos momentos, les exprimía hasta la última gota de un gozo
agridulce. Los recibía para después verlos partir otra vez. Ella aceptó el
nuevo ritmo.
Sólo
era la Vida haciendo lo propio.
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