El sonido de la cafetera anunció que el café ya estaba listo. Su aroma impregnaba la cocina. Amanda se lo sirvió en una vieja taza de cerámica decorada, que ella misma había horneado y pintado a mano. Se sentó, dio un sorbo y leyó el periódico digital del día. Todavía tenía un par de horas antes de irse al trabajo. Los museos apenas habían reabierto. Al tiempo que la pandemia del Covid 19 daba tregua, las actividades citadinas lentamente volvían a una normalidad que sufrió los inimaginables cambios de una emergencia sanitaria mundial.
Amanda
era historiadora, amaba leer. Su curiosidad por la Historia se debía a que su
bisabuelo francés había muerto combatiendo como piloto durante la Segunda
Guerra Mundial. No pudieron rescatar el cuerpo. Su abuela le contó muchas veces
lo difícil que era, cada vez que iban al panteón a visitar una tumba vacía. El dolor por esta pérdida ancestral estaba
presente en su linaje. Quería profundizar en los motivos que llevan a los hombres
a matarse unos a otros; en vez de vivir en tolerancia y respeto. En sus
reflexiones filosóficas Amanda se obligaba a cuestionarse, a ir a lo profundo
para encontrar las respuestas que le dieran sentido a su vivir. Era experta en
el tema de las guerras y conflictos bélicos. Había estudiado con ahínco. Sus
artículos de opinión fueron publicados en diversas revistas
universitarias. Fue a Polonia para
conocer lo que había sido el complejo Auschwitz formado por diversos campos de
concentración y exterminio. Se había dedicado unos años a la docencia. Su puesto como directora del Museo Memoria y
Tolerancia se lo había ganado a pulso. Todos los proyectos pasaban por su
supervisión. Era una jefa querida y respetada, de espíritu crítico y objetivo. A
sus sesenta años sabía la importancia de mantener viva la memoria histórica
para evitar que los atroces hechos del pasado se repitieran. Era muy fácil
pasar de la discriminación, a la intolerancia y al genocidio. La locura de la
guerra, la motivaba a buscar la paz.
En
su faceta menos conocida Amanda, también era amante de la Naturaleza y cada vez
que podía se escapaba para refugiarse en algún bosque a las afueras de la
ciudad. Cuando abrazaba un árbol sentía una profunda conexión con la Tierra y
con la Vida. Advertía algo inefable, un recuerdo que quería brotar a su
conciencia.
Esa
mañana las imágenes del reciente conflicto Ucrania-Rusia llenaban los diarios.
Una invasión vivida casi en tiempo real. Videos y fotografías que circulaban a
la velocidad de la era del internet. El presidente Vladimir Putin de Rusia,
justificaba la invasión mientras su homólogo ucraniano, el presidente Volodímir
Zelensky resistía. Había pedido ayuda a otras naciones, las cuales se mantenían
cautelosamente al margen para no extender el conflicto por toda Europa. Su
participación se limitaba al envío de armas a Ucrania y a imponer sanciones económicas
que tarde o temprano repercutirían en la economía mundial. El plan ruso de una
invasión rápida se había complicado. La confrontación se alargaba dejando una
estela de muerte y destrucción.
El
corazón de Amanda se encogió al conocer la noticia de que uno de los bombardeos
en Kiev, cayó muy cerca del monumento Babi Yar, el cual recordaba el exterminio
en ese mismo sitio de 33711 judíos en tan solo cuarenta y ocho horas en 1941.
Este evento fue la antesala de los campos de concentración y de los asesinatos
en masa perpetrados por el ejército de Hitler durante la Segunda Guerra
Mundial.
Amanda
veía con tristeza cómo la Historia se repetía, las imágenes del pasado no eran
tan diferentes a las actuales. Por su conocimiento en guerras, sabía de alguna
manera que el conflicto escalaría, porque eso es lo que pasa cuando el poderío
de un líder se suma a su megalomanía.
“¿Y
si éste fuera el fin de todo”? Caviló. Esta pregunta había sido inevitable hacía
apenas dos años cuando el virus del Covid obligó al mundo a confinarse. La
pandemia había sorprendido a todos. Fue hasta que las vacunas estuvieron
disponibles, que se vislumbró un rayo de esperanza.
La
historiadora terminó su café, se preparó el desayuno y se arregló para ir a la
oficina. Revisó los pendientes y decidió recorrer el museo como si fuera una visitante
cualquiera. Se detuvo en cada sala, se conmovió ante las imágenes devastadoras.
Se sentó en uno de los espacios dispuestos, cerró los ojos sintiendo un
apretado nudo en la garganta que se ahogaba en la impotencia. Por un instante creyó
que su labor era vana. De ninguna manera ella había cambiado el mundo y el
museo que dirigía con tanta devoción tan sólo era un recordatorio insuficiente,
un memorial como tantos otros en el mundo, que no evitaba las guerras en el
presente.
Sin
motivo aparente, comenzó a tararear la canción “Imagine” que John Lennon había
compuesto en los 70´s. Pudo imaginarlo sentado frente a su piano tocando los
primeros compases, siendo inspirado por un anhelo profundo de paz. “¿Fue en
vano su canción?” Se preguntó. Casi de manera inmediata sintió la respuesta en
su pecho: un “no” rotundo. En ese instante comprendió lo trascendente de hacer
arte en cualquiera de sus formas. Recordó cuándo horneaba y pintaba cerámica en
un pequeño taller. Nunca se consideró una gran artista, sin embargo, aquel
pasatiempo la llenaba de gozo. El tiempo desaparecía cuando ella creaba; sus
manos se deslizaban con gracia por la arcilla fresca; o se curtían cuando tenía
que manipular el horno de piedra. Fue así como se hizo de su colección de
tazas. Corrió a la cabina de audio donde operaban la música ambiental y dio la
instrucción de tocar la emblemática canción.
Si
bien la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial estaba puesta sobre la mesa y
el ser humano tenía la capacidad tecnológica de destruirse a sí mismo y al
planeta, Amanda había comprendido que cada acción cuenta, por pequeña que ésta
sea, aunque la conciencia colectiva todavía no alcance para vivir en armonía. Era cuestión de tiempo para que la suma de las
buenas voluntades diera un resultado venturoso. No, no se iba a dejar envolver
por la desesperanza y el miedo. Regresaría al taller de alfarería.
El
sonido de la cafetera anunció que el café ya estaba listo. Su aroma impregnaba
la cocina. Amanda se lo sirvió en una taza decorada con plumas de aves. Se
sentó, dio un sorbo y leyó el periódico digital del día. Esa rutina que muchas
veces la había incomodado, ahora la sentía como un ritmo. Percibía una
sacralidad escondida bajo su cotidianidad. Su vida tenía sentido y estaba en paz.
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