La explosión la arrojó al desierto. Fue un daño colateral. Deambuló confundida días y noches. Aquella aridez parecía no tener fin. Necesitaba encontrar un oasis. Uno propio para recobrar las fuerzas. Tenía que volver al teatro. No, no era una elección. El guion estaba escrito. El papel de hija debía ser representado. Aun entre los escombros…
De
pronto lo reconoció. Debía ser un espejismo. Un hombre de túnica sentado sobre
una duna. Estaba rodeado de un halo de luz tan brillante como el sol. Aunque
estaba solo, la corte celestial lo acompañaba. Oraba como era su costumbre.
Debía sentirse meditativo. Se sentó en silencio junto a él. Las palabras fueron
innecesarias. Cuando lo buscó con la mirada ya había desaparecido.
Rememoró
los días juntos en la colina, cuando lo había conocido. La dulce compañía, los dichos
sabios y la dirección certera. Recordó su promesa: “Mi paz te acompañará a
donde quiera que vayas”. No podía echar en saco roto todas las enseñanzas. Las
llevaba en el corazón como inscripciones antiguas. Cuando dejó la colina,
también la cubría un halo de luz. No podía permitir que se difuminara, aunque
la Duda la habitara en la inmensidad de aquel desierto.
“Mi
fuerza humana ya no me sostiene, por favor, necesito ser sostenida por una fuerza
cósmica” soltó, en forma de plegaria, antes de quedarse dormida bajo una escuálida
palmera.
La semilla de la Fe quedó sembrada bajo la sonrisa tímida de la luna creciente.
Un aullido suave la despertó. Era un pequeño zorro de pelaje rojizo que corrió hasta detenerse frente a un oasis a beber agua.
Ella
se inclinó también no sólo a saciar la sed, sino como un acto de rendición.
Su
corazón, infusionado con las aguas de la Resiliencia, le marcó el rumbo de
regreso al teatro. Sus pasos tambaleantes fueron tomando fuerza.
Cuando llegó se metió
entre las ruinas del escenario. Las cortinas desgarradas, los tablones
apilados, una cama maltrecha y un espejo hecho añicos. Recogió los fragmentos y
miró la fragilidad de su madre, postrada en una cama que se volvía cuna y
jaula. Volvía a ser una niña de brazos, frágil y vulnerable. ¿Dónde había
quedado la guerrera de mil batallas, la del espíritu invencible? ¿Quién la había
imposibilitado de esa manera? ¿Acaso no merecía un final más digno para la
travesía de su vida? ¿Qué misterio se escondía en la brutal experiencia? El
monólogo mental no tendría respuestas inmediatas. Éstas llegarían con el cambio
de estación.
Se inclinó en silencio y
le tomó la mano. Honro la vida de su madre y su destino. Le dio las gracias. Mirarla
luchar con el cuerpo vencido le era insoportable. Así que se quitó los ropajes
de hija y se atavió de fiel guardián.
Custodiaría el umbral de la vida y la muerte para ella mientras libraba la batalla última...
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