Aquella mujer ya llevaba
demasiado tiempo perdida en el Laberinto de la Necedad. Con el alma desgarrada
por el dolor, ya rayaba en la locura. No dejaba de pelearse con su historia
personal, con lo que había sido y consideraba erróneo.
Había confeccionado con
sus propias manos un horrible banco de madera podrida con las patas chuecas y
los clavos oxidados. Era el banquillo de
los acusados. Su lista de culpables, era larga.
Comenzó por sentar a su
padre, después siguió con su madre, su esposo, sus hijos y todo aquel que creía
responsable de su desgracia. Con su dedo inquisidor los acusaba de no ser
feliz, de no tener lo que necesitaba, los culpaba de sus vacíos interiores, sus
fracasos y ¡hasta de sus enfermedades! La mujer en vez de sentirse liberada, se
sentía cada vez más iracunda y desesperada.
Su dolor no era ajeno
para Jeshua, el Maestro del Amor quien desde su morada cósmica seguía restaurando
los corazones rotos. Ese día había enviado un Rayo de Claridad al planeta azul.
La poderosa luz se expandió hasta lo profundo de la tierra. El laberinto de la
Necedad también se iluminó. Aquel rayo, tocó el adusto rostro de Eva quien
yacía agotada en el suelo. Abrió los ojos, ya iba a maldecir aquella luz pero
el calor que emanaba el rayo, la confortó. Sin saberlo, la luz cósmica había
cambiado su mirada. Cuando volvió a recordar su historia personal se dio cuenta
de que algo era diferente. De pronto las voces estridentes se habían callado,
no sentía la necesidad de cambiar nada. Se dirigió al banquillo de los acusados
y casi con horror recordó sus juicios y condenas. El tiempo dejó de ser lineal.
La imagen del Crucificado apareció en su mente, sintiendo como si cada uno de
sus juicios hubiera sido un martillazo para clavarlo en esa cruz. “No puede
ser” pensó. Cayó de rodillas con el orgullo vencido, avergonzada de su actuar y
de su ceguera. Lloró hasta vaciarse. El Maestro del Amor con su infinita paciencia
la miraba, sabía que en el fondo de la desesperanza, los humanos daban “el
giro”.
Eva ya había tocado
fondo, su dolor era insoportablemente putrefacto, veneno puro para su alma.
-
¡Ya ha sido demasiado!- Exclamó con rendición.
-
Sólo tú puedes salir de este
laberinto.- Dijo un ser alado que
apareció de repente, señalando una puerta.
La mujer comprendió que
si no salía por su propia convicción, quedaría atrapada para siempre. Se
arrastró como pudo pues poca fuerza le quedaba. Llegó a la puerta y la empujó
débilmente. Lo que vio la llenó de Asombro.
La Sabiduría Divina siempre
recompensa a quienes tienen el valor de salir de los laberintos. Su corazón
latió con fuerza. Se puso de pie y caminó hacia el futuro donde el Maestro del
Amor la esperaba con los brazos abiertos.
El encuentro era impostergable.
Texto de Vianey Lamas.
Imagen de Leonora Carrington
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