El sol la
despertó acariciándole el rostro. Los rayos se filtraron por su ventana, recordándole
que la Primavera acababa de llegar. Aquella mujer se levantó y se puso su
vestimenta de trabajo. Un overol y unos tenis desgastados. Ya tenía las
herramientas preparadas y también las semillas que quería sembrar. Aró un rato
haciendo surcos que le hacían recordar, la profundidad de la tierra y todo lo
que ahí se escondía. Conocedora de los laberintos subterráneos, sonrió.
Ahora
era tiempo de sembrar, de diseñar la nueva parte de su jardín. Si bien había ya
viejos y frondosos árboles, que le daban buena sombra, también sabía que aún
tenía semillas con todo el potencial para germinar. También habría hierbajos
que limpiar y ramas secas que retirar. Podar sería necesario.
El jardín
era fecundo. Lleno de árboles, flores y plantas, sin embargo, había una pequeña
parte donde nada brotaba, era un rincón donde las semillas parecían secarse. “¿Será
que hay poca luz?” Se preguntaba.
- No puedes ver lo que está creciendo bajo tierra.- Dijo un conejo que se fue brincando.
Era cierto,
desde el lugar donde estaba no tenía la capacidad de verlo. Por un instante
sintió el deseo de escarbar con su pala para averiguarlo, sin embargo, decidió
no hacerlo. Confiaba en la Sabiduría de la Naturaleza. No iba a irrumpir con
sus dudas. Se fue canturreando y continuó con su labor. No vio a las hadas que llegaron volando
atraídas por la belleza de lo que estaba creando.
No sólo eran las flores y las
plantas, ni los aromas y los colores, ni las mariposas y las aves. Era toda
ella. Tan llena de Vida. Había sido
semilla y brote. Había crecido con la luz alimentándose de la tierra y el agua.
Había
florecido.
Se había
convertido en la Primavera misma.
Bendita primavera que de semilla a brote había florecido
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