Ella metió la mano en
la oquedad de su corazón y extrajo la vieja factura. El papel desgastado dejaba entre leer los
detalles. Expedida por la niña abandonada que alguna vez fuera, aquella mujer
había tratado de cobrarla infructuosamente. Ni su mismo padre había
sido capaz de pagársela durante los años que convivieron. Fue una fantasía
haber querido recuperar el tiempo perdido. La idealización del padre ausente
chocó con el hombre real.
La mujer lo entendía,
sin embargo, la niña la obligó, una y otra vez, a cobrar algo que era
impagable. Lo peor había sido, quizá, querer cobrar esa factura al hombre que
la amaba. Una mujer-niña buscando ser mirada a cualquier costo para compensar
veinte años de invisibilidad e indiferencia. Ese patrón discordante se escondió
bajo los proyectos truncados, los fraudes, el sabotaje, la ausencia de placer,
la rabia recalcitrante y las vértebras.
Una tarde de invierno,
inesperadamente, ella recibiría el último latigazo. Tan certero y punzante que
la obligó a alejarse herida y en silencio. Aunque ya no temía entrar a los
laberintos, cada descenso era un desgarro inevitable. Esta vez, el espejo roto
le devolvió la imagen de una muñeca, con un hueco por corazón, hecha de parches
mal hilvanados. Mirar los retazos que la construían le dolía. “¿Cómo podía un
corazón hueco doler tanto?”
—No se trata de llenar
el vacío, sino de erigir algo alrededor — le dijo una voz lejana que sonó como
un eco.
“¡Ésa era la
respuesta!” ¡Había tratado de llenar el vacío de su corazón con una factura
impagable!
Cada vez que
encontraba una respuesta, el laberinto se iluminaba con una luz tenue, como la
de una farola, que le mostraba la salida.
Una vez fuera, guardó
el papel ajado en el bolsillo de su vestido y se internó en la densidad del
bosque. Conocía bien el camino que la llevaba hasta el Lago de la Restauración.
Se descalzó y posó en la orilla de aquellas aguas cristalinas que sabía estaban
interconectadas a las entrañas de la Tierra. A las aguas del Origen. Cerró los
ojos para escuchar el canto que brotaba como un mantra.
No percibió la llegada
del Maestro, el Mago y la Mujer Sabia. Habían llegado para sostener su
intención. Se formaron detrás de ella en un semi círculo.
Antes de echar la
factura al agua, ella validó y honró su dolor. Era imposible negarlo, pero ya
era hora de disolverlo.
Ya era hora…
Se llevó una mano al
corazón y con la otra, lanzó el documento. Flotó unos segundos antes de
absorber el agua. Las cantidades, los conceptos y la fecha se convirtieron en
una mancha bicolor. Un suave oleaje provocó que la hoja comenzara a
desintegrarse. Pequeños fragmentos flotaban, como veleros lejanos, en un mar
azul. Se quedó mirando hasta que el último pedazo se hundió junto con todo el
peso que llevaba años cargando en el cuerpo y en el corazón. Suspiró aliviada. Tuvo
la certeza de que pronto sería capaz de crear un bello jardín alrededor de
aquella oquedad. Ella misma era un brote.
Miró al horizonte, el
sol se ponía como un testigo mudo coloreando el cielo en tonos rojizos, dorados
y purpúreos.
La
primavera anunciaba su llegada.
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